jueves, 1 de julio de 2021

Historia de David Diego Sandoval y Aldana - 7º Mar

 


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¿Qué, que todavía no me conoces?

Echa un vistazo por alguna de las mesas, busca alguna jarra de vino sin dueño y siéntate. Ponte cómodo para escuchar las desventuras y romances de un servidor, David Diego de Sandoval y Aldana. Pues mi vida, como no hay otra, es historia de capa y espada.

Pero somos por quien nos hace ser, y mi historia se remonta a la de mis padres, concretamente a la ciudad real de San Cristóbal, en el ducado de Aldana. 

Mi madre, Cristina Sandoval, era hermana menor de Almudena Oquendo de Sandoval, que portaba el apellido más regio de castilla y es ahora madre del Buen Rey Sandoval. Sí, el hijo de la hermana de mi madre es el rey, lo cual, aunque pueda no parecerlo, no supone ninguna bendición.

Siempre me han dicho que el matrimonio de mi madre con mi padre, Santiago Villar, un rico conde de Aldana, fortaleció lo suficiente a la familia Sandoval y proporcionó a la Corona la liquidez necesaria para no salir derrotada de la Guerra de la Cruz, allá por Año Veritas 1636.

Nada más casarse, mis jóvenes y lozanos padres abandonaron su residencia del bastión familiar de los Villar, a los pies del Bosque Sandoval, para mudarse a San Cristóbal, donde tuvieron a su primer hijo y heredero en la corte. Mi hermano: el célebre Santiago Sandoval.

Pero no todo era felicidad en la corte, los problemas económicos y el devenir de la guerra amargaron el carácter de mi padre. Santiago, que no estaba acostumbrado a la corte real comprendió que debía convertirse en un hombre severo para sobrevivir a ella y que sólo con cinismo podría sobreponerse a sus enemigos. Pero mi padre seguía siendo un hombre de honor, y conforme aumentaba su poder también lo hacía su influencia sobre el rey, que lo llegó a considerar uno de sus mejores amigos.

Mi padre era sincero en un mundo de mentiras, y eso era algo que el Viejo Sandoval apreciaba más que a nada. Pese a ello, cuando le fue ofrecido el puesto de Grande de Castilla, en sustitución del puesto vacante en el ducado de Aldana, mi padre lo rechazó para seguir ejerciendo el poder en la sombra. Y es que el poder no lo era todo para él, pues nadie sufrió más la muerte del rey Salvador Sandoval que mi padre cuando, en 1664 murió durante la guerra. Ni siquiera la reina lo lloró, que hizo de mi padre uno de sus consejeros más de confianza.

Y es de si de mi padre heredé mi audacia, de mi madre hube de heredar el donaire.

Cristina Sandoval siempre vivió rodeada de lujos. Acostumbrada a la corte desde su más tierna niñez, fue criada para ser la heredera al trono en caso de que algo le sucediese a su hermana mayor. No obstante, donde Almudena poseía visión y fortaleza, rasgos esenciales en la política castellana, Cristina fue una figura maternal incluso antes de tenernos a nosotros. Dulce, sensible y devotamente religiosa, los nobles de todo el reino bebían de su mano y se arrojaban a sus pies. Conocida por muchos como “la Flor de Aldana”, duelos y justas fueron organizados en honor de mi madre, que ante la estupefacción de todos decidió escoger a un noble de provincias como esposo.

El nacimiento de mi hermano no significaba que el linaje estuviera asegurado. A mediados de la Guerra de la Cruz, cuando ya las tornas comenzaban a volverse en contra de Castilla, un único hijo distaba de ser suficiente para cualquier familia noble. Es por ello que, tras muchos y repetidos intentos de tener otro hijo, mi madre me dio a luz el mismísimo día de San Cristóbal del Año Veritatis 1644.

La controversia sobre mi ilustre nombre fue notable. Padre quiso llamarme David, como uno de sus antepasados, conde de Villar y antiguo rey de Castilla. Madre, por otro lado, quiso que portase el apellido Sandoval, lo que me introducía directamente en la línea sucesoria, tras el Buen Sandoval, mi hermano y otra docena de mozos más. La reina, por supuesto, se negó a que ese recién nacido rollizo y ya de buen ver portase el apellido real. Es por ello que mi padre acordó que llevaría también el apellido Aldana, para pretender el ducado del mismo nombre en caso de que mi hermano llegase a la corona y el puesto de Grande de España quedara vacante. Y cuando ya todo estuvo decidido y dispuesto para el bautizo, acudió nosequé cardenal de nosédónde y dijo que debía llamarme Diego.

Mis padres, maldita la hora a la que les pareció buena idea, decidieron hacer caso a todos ellos, porque en Castilla es bien sabido que donde hay pan para uno hay pan para seis, y ahora no soy capaz de escribir mi nombre en una línea completa sin tomar parte de la siguiente.

No es de extrañar, pues, que prefiera en la corte el nombre de David, con Sandoval si hiciera falta de apellido, a aquel pastiche de pomposos nombres y recargados títulos que es mi nombre completo.

Sí, sé que en este lugar y ante ti he decidido presentarme como Diego, pero déjame contarte lo demás de la historia.

Ojalá pudiese decir lo contrario, y no pretendo dar pena por ello, pero la vida en la corte del pequeño David fue accidentada e infeliz. A diferencia de mi responsable hermano, Dios no me había hecho para los profesores y los libros. O más bien, los profesores y los libros no estaban hechos para mí.

La escasa atención que me propinaba mi padreny la indolencia de mi madre hicieron de mí todo un pilluelo ingobernable. Era un pequeño pícaro, astuto como un demonio y peleón como el Tercer Profeta. Realmente no he cambiado tantos con los años.

Me pasé la infancia saltando por los tejados del palacio, manchándome de barro siempre que podía, enloqueciendo a mis cuidadores e institutrices y llevándome severas reprimendas por parte de mis padres y suspiros de reproche por parte de mi tía, que hacía lo imposible por mantenerme lejos de mis primos.

Pero aún así siempre estuve solo. Pese a la escasa diferencia de edad con mi hermano, él ya desde muy joven, heredó la seriedad de mi padre y sin primos o amigos con los que jugar, la vida de un niño puede ser mortalmente aburrida en la corte.

Y así fue, hasta que descubrí mi pasión.

Siempre me había gustado la música, bien la refinada que sonaba en los grandes salones de la corte, bien en los simples acordes y burdas melodías del populacho. Como buen castellano, mi educación fue también musical y he de decir que sigue sin haber balada que mis dedos no puedan arrancar de las cuerdas de una guitarra castellana, ni seguidilla que mis pies no sigan dispuestos a danzar.

Pero fue con Aldana cuando me di cuenta de que mi verdadera pasión era bailar con el acero en ristre. Que mis pies estaban hechos para dar el costado a mi rival, que la longitud de mi brazo era perfecta para marcar la distancia, que la agilidad de mis movimientos sólo me facilitaba el atajo. La Verdadera Destreza era un arte. Yo era un pintor y mi estoque era el pincel. ¿Y la música? Oh, la música que movía era toda esa posible paleta de colores.

Fue el noble castellano, Salazar de Veracruz, el que nos enseñó tanto a mi como al resto de jóvenes del Alcázar, el estilo de combate de Aldana. El jovencísimo Maestro Veracruz apenas tenía unos diez años más que sus pupilos y ya estaba considerado uno de los mejores espadachines de Castilla.

Era detestable. Hijo del marqués de Veracruz, la habilidad de Salazar sólo se comparaba con su vanidad. Sin estar obligado a servir en la guerra que la vida de tantos otros espadachines se cobraba, Salazar era miembro del Gremio y el más reciente ganador del Festival de la Espada de Odiseo. Nos hablaba a menudo de sus hazañas y aventuras mientras entrenábamos, usualmente para dejarnos en mal lugar. Especialmente a mí, que con mucho me la tenía jurada.

El vino que he tomado desde entonces me ha hecho olvidar aquello que hice que molestó tanto a mi primer maestro. Lo que sí es cierto, es que Salazar, que no tomaba bien los insultos al honor y que no podía vengarse de mí, que era sólo un niñato y uno de padres poderosos, comenzó a hacerme la vida imposible día tras día y a minar mi reputación frente al resto de mis compañeros.

Y se salió con la suya, al menos hasta que cumplí mis buenos 16 años y supe que mi fanfarrón maestro ya me había enseñado todo lo que había de saber en el arte de la Verdadera Destreza. Así fue cuando, tras la enésima vejación por su parte, decidí que ya había tenido suficiente y reté por mi honor a Salazar de Veracruz para que cruzásemos aceros de una vez por todas.

El muy desgraciado aceptó y se rio de mi propuesta, pues yo no había caído en cuenta de que al no pertenecer al Gremio de Espadachines, me era imposible luchar contra él. Había de buscar a otro espadachín para que me representara o el duelo, que había tenido la mala fortuna de hacer público, sería considerado ilegal.

Ante la deshonra que esto supondría para mí y para mi familia me apresuré a recorrerme San Cristóbal entera, buscando algún espadachín que fuera capaz de vencer al archiconocido Salazar de Veracruz.

Y tras mucho buscar hallé en una taberna de mala muerte con la legendaria espada de Guren de Barcino, al que le pedí, con lágrimas en los ojos, que fuese mi paladín. El viejo levantó la nariz de su enésima jarra de vino y con los ojos vidriosos me pidió que le pagara la siguiente.

Mucho me sorprendió saber que un mito para Castilla como él había acabado siendo un viejo putero y borracho, pero más me sorprendió aún que pese a que apenas pudiese caminar derecho al abandonar la taberna, fuera capaz de derrotar con facilidad al invicto Veracruz.

Tras presenciar este prodigio, me tiré a sus pies y le supliqué que me enseñara su estilo de combate. Capa en mano y estoque en otra, donde Aldana es todo velocidad y movimiento, Torres es paciencia y fortaleza, aptitudes que nada mal harían a mi carácter en combate.

El viejo Guren no quiso saber nada de un joven de una familia como la mía, y murmurando que los nobles y las mujeres solo dábamos disgustos se libró de mí y fue a gastarse a mi dinero en costosas meretrices.  

Pero aunque fuese un mujeriego y un borracho, una mera sombra del héroe de las historias, el viejo Guren seguía siendo mi ídolo. Y si no quería entrenar a un noble como yo, dejaría de serlo con tal de manejar el acero como él.

Así fue como una noche sin luna me despojé de mis lujosas ropas, robé el oxidado estoque de un borracho y adoptando el nombre de Diego, me sumergí en los arrabales de San Cristóbal.

Fue toda una sorpresa el encontrar que el viejo Guren ya era maestro de media docena de mozos como yo. El cabrón se hizo el vestenio y fingiendo que no me reconocía me aceptó como su aprendiz.

Bajo la tutela del cascarrabias de Guren aprendí el estilo de Torres y con el nombre de Diego de Aldana logré superar el examen del Gremio de Espadachines, ganando así mi primer triskelion.

Esto no significó que hubiera abandonado mi entrenamiento en el Alcázar, y con un Salazar de Veracruz mucho más lacio, a mis dieciocho años llegué también al término de mi entrenamiento en Aldana y tras superar el examen como David Diego de Sandoval y Aldana, gané mi segundo triskellion. Por supuesto, hube de mantener en secreto el primero, pues no estaba permitido por el Gremio de Espadachines poseer más de uno, ni tampoco estar registrado con distintos nombres y estilos de combate.

En mis clases con Guren, hice tan solo un único amigo: Alvara Arciniega, un habilidoso espadachín con el que entrené cientos de veces, compartí el doble de jarras de cerveza y al menos la mitad de mujeres.

Alvara y yo nos volvimos como hermanos, pero si bien él no era de familia pobre, sí que carecía de nobleza en su apellido, por lo que mis transformaciones en Diego de Aldana se tornaron más que recurrentes, hasta el punto de que me fue difícil seguir manteniendo a mi amigo el secreto de mi linaje.

Alvara y yo éramos parecidos en carácter y destreza, pero si yo encontraba mi pasión en los mundanos placeres de la vida, él siempre tuvo aspiraciones mayores. Mi amigo era un intelectual, y su prodigiosa mente era tan útil para la ciencia que yo me impuse la misión personal de acallarlo a base de hacerle beber de jarras y jarras de vino.

No lo conseguí, no obstante y para bien de todo Théah. Pues hace poco que el nombre de amigo se coló en los anales de la historia al inventar el telescopio reflectante después de sobrevivir a un ataque de la Inquisición. Estos monjes amargados tenían en mente una forma de acallarle mucho menos placentera que la mía.

Y es que pese a haber nacido durante la Guerra de la Cruz, nunca he entendido porque la gente ha de matarse por culpa de Theus. Si el dios de todos los theanos nos dio la vida, ¿por qué hemos nosotros de ir quitándola en su nombre? No lo entendía de niño, cuando me explicaron que Castilla estaba llevando la religión a los herejes a punta de arcabuz, y no lo entiendo ahora que Verdugo y sus esbirros parecen empeñados en sumir nuestro país en la miseria.

Yo, noble nacido y crecido en San Cristóbal, era demasiado joven y de padres demasiado ricos como para haber participado en la Guerra de la Cruz, pero de haber tenido elección dudo mucho que lo hubiera hecho. No es porque no crea en Dios, como todo buen castellano, sino porque no veo el porqué de matar cuanto hay tanto por lo que vivir. Quizá es que solo sea un romántico después de todo.

Y de romance va la cosa, pues corría ya el año 1662 y mientras mis padres se debatían entre meterme en un convento o casarme con una estirada noble montaignesa, yo pasaba el día haciendo honor a mi maestro y librando duelos en el mercado. Era en las tascas de alrededor donde acababa celebrando mis victorias entre doncellas de dudosa reputación o entre vinos de dudosa cosecha.

Diego de Aldana, o séase, yo mismo, corría de juerga en juerga, de duelo en duelo y de flor en flor. Pobre de mi que por entonces llevaba una vida tan disoluta y distinta a la de ahora. (Bebercio). Pero en fin, como a todo buen hombre le acaba por ocurrir, resulta que acabé posándome en una flor de la que no quise despegarme.

Y es que para mí Victoria Valdés nunca fue una puta.

Me enamoré, era mozo y era ingenuo. Ella era moza, sí, pero no era ingenua. Yo le di mi amor, todo el que un corazón joven podía llegar a ofrecer. Y ella así me lo hizo creer también. Fui suyo, pero ella nunca fue mía. No me vino mal del todo, no, pues cuando me abandonó sin despedirse siquiera me di cuenta de que el amor podía ser más cruel que el filo de una espada. Y jamás ha habido duelo ni hoja me haya lacerado tanto como la de Victoria. Pero no hablaré más de ella, no hoy que todavía tengo una sonrisa en el rostro.

Y es que si mi mundo pareció acabarse con el abandono de Victoria, Castilla entera enloqueció con la muerte del rey Sandoval y la postre invasión de Montaigne.

El Buen Sandoval era demasiado joven para reinar, y aunque varios nombres se manejaron para ocupar la regencia del reino, entre ellos el de mi padre, finalmente fue la jerarquía militar la que acabó domando la política para hacer frente al invasor.

Mi hermano y mi padre abandonaron San Cristóbal para acudir al frente junto a los ejércitos de nuestra familia. Destacaron ambos, por su valentía y su genio militar, honrando a los Sandoval y los Aldana en batalla.

Tonto de mí, no me vi venir el problema de quedarme en San Cristóbal. Pues esta vez mi madre, ahora sin la oposición de mi padre, me presionó con toda su voluntad para que me oficiase en la Iglesia Vaticana, con la esperanza de convertirme rápidamente en obispo. Mi pobre madre veía de la relevancia que figuras como Alfonso Sánchez cobraron durante la Guerra contra Montaigne, y quería que su segundo hijo siguiese sus pasos.

No sabía ella, que presionándome iba a lograr justo lo contrario. David Sandoval había sido un conformista frustrado, pero Diego de Aldana era indomable.

Tras despedirme de mi único amigo, me despojé de mis ropas, malvendí la espada familiar y con apenas un puñado de doblones en el bolsillo me hice a los caminos con mi capa y mi estoque como único equipaje.

El viejo Guren me había hablado una y mil veces sobre las doncellas de su tierra, por lo que al principio puse mis pies en camino de Barcino, en el lejano ducado de Torres. Ocurrió entonces que la guerra y el hambre, de las que tan lejos había vivido en San Cristóbal, acabaron haciéndome mella, y tras vagar durante días casi muerto de hambre y sed di con mis huesos en una acogedora posada del camino.

Dirigía el establecimiento una viuda que respondía al nombre de Geraldine LeFrère y regentaba una posada que desde el comienzo de la guerra se había convertido más bien en un hospital para refugiados. Yo mismo fue tratado como uno de estos, pese a que mi mirada no estaba perdida y mis ojos recobraron su brillo tan pronto como el estofado de Geraldine calentó mi estómago.

No me pasaron desapercibidas las atenciones de la viuda, y así fue que, pese a mi pronta recuperación, me hospedé en aquel lugar una larga temporada. Si bien cambié mi lecho por uno más cálido, por supuesto.

Geraldine LeFrère no poseía una belleza arrebatadora. No era una mujer delicada, más bien burda y de unos modales que habrían hecho enrojecer a mi madre. Pero su corazón…su corazón era tan generoso cómo sus proporciones. Tan ancho como sus caderas.

Su instinto maternal (pues Geraldine era madre de dos pequeños) hacía que tratase a todo el que demandaba ayuda con un cariño y un mimo muy necesarios en unos tiempos tan difíciles como aquellos. Quizá fue eso, el cariño que nunca había recibido, lo que me mantuvo meses a su lado. En ese tiempo la ayudé a regentar la taberna, a criar a sus hijos y a deshacerme de los malnacidos que osaban acercarse al lugar con pérfidas intenciones.

Pero llegado el momento sentí que debía marcharme. Geraldine era una buena mujer. Amable, generosa y tierna. Simplemente era demasiado buena para mí, por lo que pasados ya tres meses a su lado, salí del lecho en mitad de la noche y me despedí en silencio de mi amante y de los pequeños para marchar hacia San Juan.

La ciudad portuaria de San Juan, en la costa del ducado de Torres se había convertido en un campo de batalla. Sus habitantes, como si no tuvieran bastante con los montaigneses, se habían sumido en una guerra fratricida entre los partidarios de uno u otro bando. Y en una ciudad como esa, mi espada, por oxidada que estuviese, mucha valía a la hora de defender al que no tenía una.

Durante semanas ejercí mi oficio como miembro del Gremio de los Espadachines y una vez hube obtenido los doblones suficientes, compré un pasaje en un buque mercante que se dirigía hacia Vodacce. Había oído hablar a Alvara que esta tierra sus habitantes se tomaban la vida y la religión de una forma parecida a la mía, que las mujeres eran más bellas, que el vino era más dulce y que las guerras entre los Príncipes rara vez implicaban con cañones y arcabuces.

Y así partió mi navío hacia las aguas de la Bahía Espumosa con el fin de remontar el cabo de San Felipe para dirigirnos hacia el lejano este. No obstante, apenas habíamos cubierto una jornada en aguas abiertas cuando fuimos atacados por una goleta sin bandera alguna.

El buque que me portaba y su tripulación fueron incapaces de hacer frente a los cañones avalonenses y los avezados piratas que los manejaban. Cuando emprendieron el abordaje yo mismo despaché con la punta de mi acero a una docena de aquellos salvajes armados hasta los dientes. No pude, en cambio hacer frente a la temible capitana.

La capitana de “La Imbatible” era una avalonense de apenas metro sesenta, de una hermosura salvaje y una graciosa mueca en la comisura de los labios. Armada con un sable y una pistola de chispa se dispuso a derrotarme en singular duelo sobre la cubierta del buque. Yo, por otro lado, quedé tan obnubilado ante la intensidad de su mirada que depuse mis armas y le supliqué que me hiciera suyo.

Emma “The Eyes” Hopton me golpeó la cabeza por respuesta y me hizo perder el conocimiento.

Fueron un par de años los que la corsaria y su tripulación pirata me mantuvieron prisionero, obligado a servir en los remos de “La Imbatible” como si fuera un esclavo, ni siquiera grumete. Aunque sabía que si hubiera revelado mi verdadero nombre muy probablemente me habría librado de tan funesta tarea, me negué a permitirme volver a Castilla como rescate. Las galeras, aunque duras, eran mejor que el destino que me aguardaba en San Cristóbal, no me cabía duda alguna.

Además, así pude permanecer más tiempo cerca de ella.

La amaba, sus ojos encendían mi corazón, su mal carácter levantaba mi ánimo y su desprecio hacia mí solo la volvía más interesante. Yo no dejaba oportunidad en balde si eso me permitía acercarme a ella, aunque me valiese algunos latigazos. Dios. Adoraba a esa zorra de mar tanto como la odiaba.

A ella parecía divertirle mi insistencia y no pocas veces parecía querer entrar en el juego, si bien siempre me dejaba más caliente que un tizón y, normalmente, engrilletado en la bodega del barco.

Pero ella siguió sin darme lo que quería. Recuerdo aquella vez que La Imbatible fue atacada por una fragata vestenia, que Emma había tenido el mal tino de provocar. Los cañones estaban poniendo en riesgo el nombre y la reputación de mi amada, por lo que, pese a mis grilletes, me lancé por la borda y crucé la distancia entre ambos navíos. Subiendo por el casco, fui taponando uno a uno los cañones vestenios usando mi propia ropa mojada y enfrentándome mientras tanto a sus rifles y espadas.

Gracias a mi hazaña, La Imbatible logró escapar de una pieza de la que habría sido una celada mortal. Cuando me presenté en la borda y sonreí a Emma esta me propinó un bofetón y me mandó encerrar de nuevo en la bodega.

Grr, cómo quería a esa zorra.

Y sabía que finalmente me correspondería, y así llegó el momento en que Emma “The Eyes” Hopton cayó presa de mis encantos. Una temible tormenta hizo naufragar a la Imbatible, y ambos, la capitana y yo, quedamos solos en una isla desierta del Mar de la Viuda.

Allí, sin grilletes, calabozo o pólvora, ambos éramos iguales, con únicamente nuestra fuerza para imponernos el uno sobre el otro. Y vaya que si lo hicimos. Una vez. Y otra. Y otra. Perdí la cuenta de las veces, de las horas, de los moratones. Pero aún conservo las cicatrices como recuerdo.

Así pasó un tiempo, y corría 1666 cuando Dios quiso que vinieran a rescatarnos de aquel paraíso o de aquel infierno. Para suerte mía y desgracia de mi compañera, era un navío mercante castellano, en plena ruta hacia la ciudad de L´Aquila en Vodacce. No me costó mucho convencerles de que Emma era una peligrosa pirata que me había tenido secuestrado. Menos todavía cuando les enseñé mis cicatrices.  Más me costó persuadirlos de que debían llevarme con ellos a Vodacce, y mucho me temo que tuve que mencionar mi nombre y apellidos para lograrlo.

El capitán del navío, respondía al nombre de Sancho Narváez y había servido junto a mi padre y mi hermano en la guerra. Por ello reconoció nuestra semejanza y creyó mis palabras. Me hizo caso también, cuando le sugerí que pusiera a Emma bajo la custodia de las autoridades de Vodacce, pues sé que en Castilla la habrían colgado por un crimen como el suyo, pero no deseaba ver una soga alrededor de su exquisito cuello.

El capitán Sancho decidió seguir con su ruta esperada, y una vez hubieran efectuado sus negocios en L`Aquila, me confesó que pensaba devolverme junto a mi familia, que gozaba de una exquisita salud. Por supuesto, fingí estar de acuerdo y nada más atisbar la costa de Bernoulli y esa noche, nada más atisbar la costa en el horizonte, emborraché al bueno de Sancho, tomé uno de los botes y me embarqué yo sólo hacia la orilla mientras la amordazada Emma me asesinaba con la mirada.

Oh, sus ojos, qué ojos.

Me habían hablado de que si en Vodacce todo era vino, mujeres y depravación, en Bernoulli tan buenas eran estas tres cosas juntas que tenían que ocultarlas bajo máscaras de Carnaval. Era una idea tentadora, desaparecer entre la multitud y ocultarme tras una máscara, sobre todo ahora que en Castilla sabían que seguía con vida.

No me ha costado en el año que llevo en Potenza acostumbrarme a los usos y costumbres de Bernoulli. Entiendo el carácter vodaccio, y su pasión por los duelos es realmente lucrativa para un espadachín como yo.

Fue precisamente mi profesión lo que me acercó a mi siguiente objetivo. Considerando que habían vulnerado el honor de su dama de compañía, Vincenzo Bernoulli, hijo mayor del Príncipe Mercader Gespuci Bernoulli, me contrató para batirme en duelo con un rufián, también miembro del Gremio de Espadachines. Nada tenía que hacer el estilo de combate Ambrogia contra el ágil Torres, por lo que recordando al viejo Guren di un espectáculo como hacía años que no se daban en Bernoulli.

Pero parecéis no conocerme si pensáis que mi objetivo era labrarme la amistad de Vincenzo. Buena fue la paga sí, pero mejor aún fue la mirada que me dedicó la cortesana.

Alice Benedetto era la mujer más bella y femenina que jamás había visto. Su delicada figura parecía haber sido esculpida en mármol. Su rostro y su piel eran tan finos y pálidos como los de las diosas del antiguo Imperio Numanari. Había nacido para ser amada y para ser objeto de adoración.

Porque a diferencia de otras mujeres tan bellas como esta, una exquisita cortesana de Vodacce como era Alice había sido educada para complacer de una forma muy distinta a la de las mujeres de Castilla. Ella, con su apariencia frágil y delicada, era tan astuta como mi viejo maestro, tan erudita como mi viejo amigo Alvara, y tan hábil en la política como mi padre.

Su trabajo es el más sencillo y a la vez el más complicado. Los hombres hacen de ella un florero y ella sonríe. Los hombres hacen de ella su amante y ella los ama. Los hombres le confían sus secretos y ella no duda en aprovecharse de ellos para destruirlos.

Que yo mismo apareciese en su ventana una noche de verano sin nada que esperar de ella salvo su amor, debió suponer todo un soplo de aire fresco en su mundo de apariencia y decorado. Sé que ella no busca en mí más que una distracción, y sé que no dudaría en utilizarme si me viera útil para ello.

Y sé también que lo que a mí me mueve a su cama cada noche es, por un lado, las largas ausencias de Vincenzo Bernoulli, y, por otro lado, que soy incapaz de resistirme a sus encantos.

¿Amor? ¿Quién necesita amor para amar a Alice Benedetto?

Por tanto aquí me hallo, en esta taberna de la Cittá Sommersa de Potenza, mientras bebo y hago tiempo hasta que quede vacío un lecho que pueda ocupar, y no me mires así, Diodoro, pues estoy seguro de que tu historia es mucho más aburrida que la mía.

¿Cómo? Que tú tienes un objetivo en la vida. ¿Crees que yo carezco de uno?

Mi objetivo a corto plazo es acabarme esta jarra. En el medio plazo beberme al menos otra más y conseguir que no sea yo el que la pague. Y en el largo plazo es evitar que mi cuerpo acabe flotando por uno de estos canales, pues no son pocos a los que les gustaría verme muerto.

¿Te parece poco? Mi objetivo en la vida es vivirla. ¿Acaso se puede hacer otra cosa?