jueves, 25 de abril de 2019

Diario de J. S. Freud - Llamada de Cthulhu, parte 3

LA DESAPARICIÓN DE LINDA WARREN

"Las criaturas continuaban teniendo sus bocas y miembros ensangrentados, 
al parecer aquel pobre hombre no había sido suficiente para calmar su hambre". 

Jueves 30 de noviembre de 1922

Esa mañana oí sonar el timbre. Inmerso en la lectura como me hallaba, ni siquiera levanté la cabeza del libro y esperé a que la señorita Jefferson abriera la puerta. Pocos minutos más tarde, la periodista acudió a mí y me dijo que había un tipo raro en la puerta. Alarmado, le pedí que buscara a Tachenko, que se hallaba en la caseta del jardín, jugando con explosivos, como de costumbre.
Me dirigí a la puerta, tratando de recordar dónde había colocado el arma, y vi al otro lado de la puerta a este “tipo raro”. Su nombre era Vincent Sinclair, estudiante de medicina en la universidad de Miskatonic y, al parecer, un potencial cliente. Maldije a la señorita Jefferson por sus sospechas infundadas y le hice pasar.
Si bien no parecía peligroso, su aspecto era de alguien ingenuo a estos horrores desconocidos, por lo que no pude evitar sentir envidia, oculta bajo un nada sutil desdén.
Sinclair nos contó que su amiga, Linda Warren había desaparecido hacía un año y estaba preocupado por ella. Al parecer, en la habitación de Linda se encontraron unos extraños dibujos, símbolos y mensajes crípticos. Sin ningún tipo de consideración que pudiera sentir por él, comenté que si había desaparecido hacía tanto, probablemente ya estuviera muerta. Esperaba una mueca de disgusto y diversas negaciones sin ninguna base argumentada, pero Sinclair nos sorprendió al alegar que había sido vista hacía dos semanas.
Tras ponerlo en común con la señorita Jefferson y Tachenko, aceptamos el caso y, acompañados de Sinclair, acudimos al domicilio de Linda en Century Street. Al entrar en el bloque de pisos, notamos un hedor nauseabundo proveniente de uno de los laterales del edificio, donde se encontraba el puesto del portero. El hedor provenía del armario. Al abrirlo, un cadáver se precipitó contra el suelo.
Era el portero muerto, degollado y acuchillado en ambos costados. En su piel había otro de esos extraños signos. Este, sin embargo, pude relacionarlo a un rito vudú. Sinclair dijo que el cadáver llevaba en el armario unos 5 días, dado el estado de descomposición y la sangre seca que manchaba el suelo.
Como un loco imprudente, el estudiante subió al piso de Linda, cuya puerta estaba abierta. El paisaje que nos encontramos era desalentador. La puerta abierta había sido evidentemente forzada y el piso entero había sido destrozado: muebles patas arriba, papeles desperdigados…
En la habitación de Linda encontramos el mismo símbolo que en el cuerpo del portero. En una de las paredes se encontraba un mensaje escrito con sangre: “Yacerás viva entre los muertos.”
Lejos de devanarme la cabeza con qué podría significar el mensaje, seguimos buscando y encontré, tras el váter, una tarjeta del Witch Club, un pub de Arkham. Esa era nuestra próxima pista. Inmediatamente después tuvimos un encontronazo con la policía, alarmada por el cadáver en el piso inferior. Sin embargo, logramos salir indemnes al contar Jefferson una serie de patrañas tan increíbles que fueron incapaces de tomar en serio los propios agentes de la ley. Igualmente, no tenían razones de peso para empapelarnos, por lo que nos dejaron marchar.
El resto del día tratamos de recabar información en la biblioteca, el registro civil y la policía sobre Linda, su familia y sus posibles enemigos. Por mi parte, también busqué pistas entre libros sobre rituales vudú, pero no encontré nada que no supiera ya. Sin embargo, fue Sinclair quien me dio la pista definitiva para esclarecer el caso al haberse informado en el registro civil de que Nathan Warner, padre de Linda Warner, había sido uno de los principales teóricos del Ku Klux Klan en Arkham. El señor Warner había sido asesinado brutalmente, posiblemente en un ritual vudú.
En mi cabeza comenzaba a desarrollar una retorcida teoría. Partiendo de que Linda Warren y Linda Warner eran la misma persona, era posible que aquellos que mediante rituales vudú habían asesinado a su padre (la posible secta), fueran tras ella también (ya que es lógico asociar los rituales de vudú a la gente de color). Eso explicaría por qué Linda había desaparecido, pero la única pista que teníamos sobre su paradero estaba en una tarjeta del Witch Club, al que nos dirigimos esa misma noche.
Una vez dentro del pub, hablé con la camarera y le pregunté por Linda. Dijo que por supuesto que la conocía, de hecho parecían bastante cercanas. Hacía un tiempo había venido con un hombre buscando un lugar discreto donde pudiera esconderse un tiempo. Trabajaba en el bar y vivía en la trastienda, pero se había ido hacía cosa de un mes. Desde entonces, no había vuelto a tener noticias suyas. También nos informó de que se dejó una de sus maletas.
Logramos convencerla de que nos dejara investigar la maleta, haciéndonos pasar por preocupados amigos de Linda y queriendo conocer su paradero. La maleta en una primera instancia sólo contenía ropa, pero con una simple mirada logré ver el bien ocultado doble fondo, bajo el cual se encontraba, para mi horror, un muñeco vudú de trapo, al parecer usado y con un mechón de pelo.
Logramos distraer a la camarera fácilmente y salir del pub con el muñeco.
El hallazgo del horrible muñeco vudú revolucionaba mis teorías. Si el muñeco era de Linda, ¿podría ser que ella perteneciera a esta secta vudú? ¿Qué hubiera colaborado en la muerte de su padre? Tenía la sensación de que cuanto más descubría más confuso era todo.

Viernes 31 de noviembre de 1922

Me encontraba en la comisaría de policía buscando información acerca de Linda Warren/Warner y su cambiante nombre cuando me pareció escuchar a dos policías que comentaban el caso de un hombre negro cubierto de tatuajes que se había vuelto loco y había tenido que recibir atención urgente antes de ser trasladado al sanatorio de Arkham.
Con esa nueva pista, insté a mis compañeros a acompañarme al sanatorio. Tenía la sensación de que ese hombre era la pista que estábamos buscando.
Sobornamos a la mujer de la recepción para que nos dejara unos minutos con el nuevo paciente, que no paraba de vociferar: “La cosa del panteón”. Su expresión de terror era tal que parecía haber sido expuesto a un horror cósmico. Nada más pudimos sacar en claro, ya que el paciente comenzó a desestabilizarse y decidimos marchar a buscar el panteón[1] al cementerio viejo de Arkham.
Una vez en el cementerio, preguntamos amablemente a un hombre por el mausoleo de los Warren. Al no conocerlo, preguntamos por el mausoleo Warner y nos señaló donde se encontraba, si bien nos advirtió que no deberíamos acercarnos allí, ya que aquel lugar provocaba escalofríos a todo el mundo. Ignorando el consejo del apacible hombre, marchamos de forma soberbia a ese tenebroso lugar.
Oh, cuán grande es la soberbia humana. Parece que cuan más alto llegue el hombre más alta será su caída. Ojalá en ese momento hubiera podido recordar que no somos nadie, del polvo venimos y al polvo tornaremos.
Dentro del panteón, encontramos una especie de altar al fondo, flanqueado por cuatro tumbas a cada lado. Emocionado y demasiado seguro de mí mismo, decidí ir el primero y dirigirme hacia el altar. En lugar de valentía o decisión, fue un acto de estupidez.
A un lado de la puerta descubrimos el cadáver de un negro tatuado, cuyos dibujos en la piel eran similares a los del nuevo paciente en el sanatorio de Arkham. El cadáver había sido parcialmente devorado hacía escasas horas.
Cuando llegué a la conclusión de que lo que había en el mausoleo no era humano, ya era demasiado tarde, y de los ataúdes salieron las criaturas humanoides similares a las que encontramos en la mansión Terrify. Las criaturas continuaban teniendo sus bocas y miembros ensangrentados, al parecer aquel pobre hombre no había sido suficiente para calmar su hambre.
La visión de ese horror de ultratumba me hizo esgrimir mi pistola y disparar a la criatura más cercana. Maldita mi suerte, no fui lo suficientemente certero y el ghul se abalanzó sobre mí y me arañó con sus pútridas garras. Otro de los necrófagos, percatándose de que estaba debilitado, me atacó a su vez, clavando de nuevo sus garras en mis músculos. El dolor era tal que me desplomé en el acto.
Mis compañeros lograron mantener a raya las criaturas y Sinclair se arrodilló en el suelo, cogió su maletín médico y trató de estabilizarme. Una vez lo logró, volvió a agarrar su escopeta y siguió abriendo fuego contra los ghules.
Me dirigí penosamente hacía la puerta del mausoleo abandonando la lucha. Logré encontrar al vigilante y le pedí que me llevara al hospital.
Mientras tanto, mis colegas lograron acabar con los engendros infernales y descubrieron a Linda en uno de los ataúdes, la cual, como me contaron más tarde, estaba en periodo de gestación.
Cuando se disponían a trasladarla al hospital, un enorme ghul surgió de las profundidades. La bestia atacó a mis compañeros, dejando herida a la señorita Jefferson. Gracias a Dios, Tachenko dio buena cuenta de él y pudieron llevar a la señorita Warren al hospital, así como a la señorita Jefferson, cuya gravedad de las heridas era más acusada que la mía.
Una vez en la sala de partos, Linda dio a luz a un ser horrible, extraño e informe. Nada más asomar la cabeza, uno de los médicos presentes en la sala se suicidó clavándose un bisturí en la yugular.
Afortunadamente, Sinclair pudo destruirlo con la ayuda de su arma. Sin embargo Linda no sobrevivió a dar a luz al monstruo, que se había abierto paso en su interior devorando las entrañas de su madre.




[1] A pesar de que lo que había pensado en un principio, no se refería a un panteón en su significado etimológico de “todos los dioses”; sino a un mausoleo, construcción monumental que se halla en los cementerios.

miércoles, 10 de abril de 2019

El funeral de Minos




"La madera prendida crujía y chisporroteaba mientras se hundía en las aguas"


La celebración, como afirman todos los que asistieron, fue grandiosa. Pluto, el Gran Arconte, no reparó en gastos a la hora de dar la despedida al arconte armero. Al fin y al cabo, Minos había sido uno de los arcontes esclavistas más ricos y poderosos de Gloom, el Consejo debía darle un último adiós acorde a su posición. La imagen ante el pueblo era de suma importancia por entonces, puesto que Risen se hallaba a las puertas de una guerra civil.

El funeral, como mandaba la tradición durante la Edad Dorada, se celebró en la playa. Un gran barco se cargó de los tesoros de Minos que habían sobrevivido a la quema de su palacio durante la incursión de los Héroes de Gloom. El barco se llenó de flores, el cadáver de Minos se hallaba en la proa, con su armadura de batalla y semblante sereno. La gran vela del barco mostraba el orgulloso estandarte de nuestra ciudad. Durante un instante lamenté profundamente que fuera a ser incinerado.

El acontecimiento atrajo la atención de no sólo la clase alta de la ciudad, sino también de varios cientos de curiosos que escucharon con atención los discursos de Pluto y del Sumo Sacerdote. Los Héroes de Gloom se hallaban de pie a la derecha del Gran Arconte y parecían distraídos hablando entre sí.

Cuando los discursos hubieron terminado se soltaron amarres y el barco izó sus velas, adentrándose en el Mar de Plata. Cuando distancia fue la adecuada dieron arco y flechas a Potra para que prendiera la cubierta del barco, que previamente había sido cubierta de brea.

Potra apartó de un manotazo el arco y las flechas y plantó su gran figura frente al barco, de espaldas al público. Al instante sus ojos llamearon con el fuego del Infierno, sus argems brillaron con resplandor rojizo e hizo nacer una enorme bola incandescente de fuego en la palma de su mano. Ante nuestra atónita mirada, el hechicero la hizo crecer más y más, tanto que con su mera proximidad la arena fue cristalizada y las aguas de las orillas próximas se evaporaron. Cuando su hechizo duplicó el tamaño del barco lo lanzó en línea recta con una velocidad sobrehumana.

Las aguas se abrieron, evaporadas por el poder del hechizo de fuego y el barco desapareció, consumido por las llamas. La madera prendida crujía y chisporroteaba mientras se hundía en las aguas.

Ojalá supiera que motivó a Potra en aquel entonces para lanzar tan devastador hechizo contra el cadáver de Minos, pero lo que sí nos quedó claro a todos los presentes fue el temible poder del Hombre de Fuego.


Texto extraído de la obra "La verdad sobre los Héroes de Gloom",
por Goethe, arconte archivero

lunes, 1 de abril de 2019

Análisis mitológico del rey (Parte 2)


El rey como guerrero y legislador

En un principio el rey, como representante de la faceta guerrera del Invisible Desconocido, es la encarnación del Dios del Rayo, aquel que golpea y consume, pues así ha de ser el rey en la guerra: violento y agresivo.
La figura del rey guerrero en India se retrotrae al vedismo, donde existe una conexión con el anteriormente mencionado Indra, dios del relámpago y Rey de los Dioses. “Indra es el señor de la fuerza, el dios superior, destructor, invencible, ganador, combatiente, que reúne los ejércitos, victorioso entre las tribus”.  RIG-VEDA I, 56. RIG VEDA II, 21.


Es aquel que protege a los humanos y destierra a los demonios, el vencedor de Vritra, el Dragón primigenio. De un modo similar vence Zeus al monstruo Tifón, arrojando sobre él el monte Etna. Ambos, Zeus e Indra, son portadores de la espada de la virtud y del rayo.
No sólo en la cultura griega y védica el relámpago va a ser un símbolo marcial. Curiosamente, analizando a este dios védico nos topamos con que comparte un origen común con el Zeus griego, el romano Júpiter, el nórdico Thor y el propio Dios abrahámico. Todos ellos proceden de una misma deidad indoeuropea, Dyeus, antecesor de todos estos dioses-soberanos y encarnación de los poderes atmosféricos.
También en la cultura nórdica, romana y sumeria los dioses Thor, Júpiter e Ishkur tienen un marcado carácter guerrero con el que se identifica al joven y viril combatiente. El fervor guerrero es, en la mayoría de las culturas, propio de los jóvenes; por lo que no es extraño que de ser anciano el rey, se identifique al legítimo heredero como el joven héroe y aquel que ha de renovar el ciclo mediante el uso de la espada.
Por supuesto, toda esta simbología tiene un significado. Hacia el S.II A.C, los arios, una cultura irania ganadera y guerrera, invaden el subcontinente indio y someten a la población autóctona a la esclavitud. Mientras que ellos se identifican con el dios de la guerra victorioso, identifican a sus enemigos con la serpiente derrotada. Necesitan remarcar la diferencia existente entre ambos pueblos, por ello se les atribuye el arquetipo funcional de la sombra.
La acción militar queda por tanto justificada en el contexto de lucha contra el opuesto, y tiempo después será legitimada por la mitología. Podemos encontrar otro ejemplo sin desplazarnos demasiado en la epopeya hindú del Ramayana, en el que Rama, tratando de rescatar a su esposa Sita, emprende una guerra contra Ravana, monstruoso rey de Lanka (Ceilán). Esta epopeya evidencia la rivalidad política entre los reinos constituidos en la isla y los norteños, propios de la cuenca del Ganges.
Volviendo al tema principal, hemos de decir que tal y como es configurada en un primer lugar la figura del monarca sus más importantes funciones son hacer la guerra y defender a la comunidad.
Este poder guerrero era invocado para la guerra, ya no contra demonios, si no contra todos aquellos que eran percibidos como enemigos, principalmente extranjeros y paganos. Sean titanes, gigantes, asura, demonios, siervos o dragones, lo que realmente importa es el significado de la simbólica lucha del Deva contra el Asura, del Dios contra el Dragón, del héroe contra su sombra.



No es casual tampoco que en India se le encomendara a los kshátriyas, la casta real y guerrera, la tarea de proteger al resto de la comunidad, pues ese era su deber sagrado. Tampoco es casual que fueran los nobles, los más destacables entre los hombres (como los aristoi griegos), aquellos que ejercieran la acción bélica.
De una forma similar en la Grecia homérica la casta real va a ser también la casta guerrera. El wasax (rey) va a ser aquel que dicta la justicia (iurisdictio), pero la verdadera gloria que merecía aparecer en las épicas odas y ser cantadas por los aedos era la gloria de la batalla, no la rutina de la paz. En Esparta los homoioi, ciudadanos guerreros, habían de defender su hogar del invasor. Lo contrario significaba la atimia, la pérdida del honor. Ello implicaba una terrible vergüenza que estaba destinada para todo aquel que no cumplía su deber de proteger la ciudad.
De esto se deriva que el poder del ejército no sea un poder que emane de una ley positiva, sino que proviene de su propio dharma, de la ley natural o divina, de ese orden cósmico que lo rige todo. Su misión era la defensa del reino de los inagotables poderes del mal, tomaran la forma que tomaran.
Pero no es sólo mediante centellas y acero como se vence al enemigo. También es necesario destacar el poder de la magia y las ofrendas a los dioses.
Volviendo al Rig Veda, es Agni, dios del fuego, aquella deidad que representa a la casta sacerdotal en su labor de asesino de demonios. Podemos decir que Agni es a los brahmanes lo que Indra es a los kshátriyas (Monterín, 2007). Además, desde luego que no hay mejor dios que Agni ni mejor elemento que el fuego para representar las dos caras de la magia ritual.
Por un lado, el fuego es símbolo de pureza, está relacionado con el hogar y el sacrificio, al igual que la diosa griega Hestia. El fuego conecta mediante las ofrendas a dioses y hombres, papel que Agni ejerce como mensajero e intermediario.
Por otro lado, el fuego posee una faceta notablemente destructiva, participando en el eterno ciclo de creación y aniquilación, siendo especialmente colaborativo en esta última fase. Sobre todo, en lo referente al exterminio de demonios y la derrota a los enemigos.



Ya en el propio Mahabharata podemos encontrar evidencias de que el rajá, el rey indio, representaba el poder de ambos dioses, por un lado, contaba con el poder marcial del dios Indra y por otro lado contaba con el poder ritual de Agni. Son los sacerdotes de este último quien le otorgan ese carácter divino al monarca. En la tradición védica existen dos rituales, el rajasuya y el ashvamedha, que elevan al simple rajá al estatus divino. Es de destacar que son asiduamente mencionados en las dos grandes epopeyas hindúes. 
Paulatinamente, el aspecto ceremonial va siendo incorporado como un aspecto más al culto al Sol, por lo que las deidades solares acaban atribuyéndose aquellos ominosos atributos que hasta entonces habían poseído Agni y Varuna.
De nuevo, esto tampoco resulta casual, el astro solar contaba con gran importancia en estas culturas. El Sol era considerado la fuente de la vida del universo y también su supremo regulador, después de todo regía sobre el día, la noche y las estaciones.
En Sumer tenemos a Shamash, un temprano dios-sol, deidad de la justicia y la profecía. En Grecia y Roma tendremos a Apolo, que cuenta con los mismos atributos y características. En el Rig Veda se decía que “el dios del Sol hindú, Savitar se encarga de incitar al sacrificio, recuerda los deberes e inspira cordura” (Monterín, 2007). Pero sería posteriormente, con el reflorecimiento de la tradición brahmánica y la composición del Mahabharata[1], cuando llegaría a alcanzar la relevancia simbólica que nos interesa como atributo del monarca.
Recordemos a Varuna. Él es el señor de la Verdad, de lo Correcto, de la Justicia. El regulador supremo del mundo. Y al igual que es Varuna entre los dioses, así debe ser el rey entre los hombres. Ciertamente, la identificación del monarca con el dios olvidado va mucho más allá, pues el líder humano recibe además el poder del rayo, a la vez que el aspecto regulador y ritual acaba por ser asimilado por el Sol.
De esta forma lo que el Sol es al universo, es el rey a su pueblo. Del Sol depende la vida del universo, del Rey depende la vida de su pueblo. El Dios-Sol es aquel del que emana la ley natural, por lo que rige sobre la totalidad de lo existente; el Dios-rey es aquel que, con un poder emanado de la ley natural, rige sobre su comunidad.
Visto así no resulta complicado predecir la evolución que tendría la figura del monarca, pues una vez es identificado con el Supremo Regulador tiende necesariamente hacia la concentración del poder.
La divinización del monarca egipcio es probablemente, uno de los ejemplos más claros de acaparamiento conjunto del poder marcial y jurídico. El faraón es identificado con el rey/dios Horus y se le adoraba como tal, poseyendo también sus atributos. La figura de Horus, al igual que Indra es rey de los nuevos dioses, sustituye a Osiris (igual que Indra sustituye a Varuna) y a Ra, arrebatándole los atributos solares. Originalmente el carácter marcial de Horus lo relaciona también con el rayo, sin embargo, dado el clima egipcio pronto perdió esa conexión con el fenómeno meteorológico. De esta forma, tanto Horus como el faraón, su encarnación, representaban por sí mismos el Sol y el rayo, siendo ambas caras de la misma moneda. Más concretamente, puede observarse que el faraón egipcio porta en su mano izquierda el mayal con el que castiga a sus enemigos y en su mano derecha el cayado con el guía a su pueblo.



Su oposición clara va a ser ante Seth, dios del desierto. Para los egipcios, Seth representaba lo maligno, era un opositor a Horus y a todos los dioses benéficos. Seth fue un dios de las tormentas vinculado especialmente con el desierto. Las Tierras Rojas, como se les llamaba, eran consideradas un lugar de muerte. Era el rey-dios, el faraón, aquel que los dioses habían elegido para defender Kemet de los seres que moraban en las arenas, sobre los que recaía el poder marcial del soberano.
Paulatinamente la base astral va perdiendo importancia hasta que la función reguladora se convierte en la marca del rey y su simbología (águila, cetro, tocado) va perdiendo significado. “No por más tiempo el rey es el cielo, el sol o el toro, excepto en metáfora y emblema, es solo la autoridad por Derecho”.  (Hocart, 1936)
No obstante, esta identificación del monarca con el Sol no se limitó cronológicamente a tiempos tan remotos; sino que continuó perviviendo en el imaginario colectivo. Al fin y al cabo, es por todos conocidos que el propio rey francés Luis XIV, abuelo del descabezado Luis XVI, era apodado por sus congéneres le Roi Soleil, es decir, el Rey Sol. ¿Qué mejor apodo para simbolizar su poder absoluto?

(Hocart, 1936)

Durante la Baja Edad Media se reproduce el esquema de un mundo en el que los hombres no son considerados individuos iguales entre sí, la sociedad era de carácter estamental. Esta ordenación jerárquica de la comunidad no era algo dependiente de la voluntad humana, sino que era reflejo de la voluntad del Dios creador. Por supuesto, el hombre no debía intervenir en esa ley natural establecido por Dios, sólo el rey podía hacerlo, siempre y cuando fuera para reponer el orden natural en el caso en que este se hubiera visto alterado por causa de la maldad humana (Neira, 2018).
La concepción del individuo no difiere mucho de la época antigua; por sí solo estaba considerado como irrelevante e imperfecto, sobre todo comparado con la perfección de la totalidad de la naturaleza o la comunidad que se derivaba del orden natural (unus homo/communitas= imperfectum/perfectum). (Grossi, 1995)
Incluso el poder del rey medieval, iurisdictio[2], era expresivo de su función esencial. El rey no creaba derecho, pues hacerlo significaría alterarlo y ya decía Santo Tomás que la ley positiva que atentaba contra la ley no era ley, sino corrupción de ley. El monarca se limitaba a la iurisdictio, declaraba el derecho, las normas, y las aplicaba con equidad y justicia, es decir, respeto por la conservación de un cosmos armónico dictado por Dios.
Dicho con otras palabras, el dharma era fundamento de la monarquía y aquello que la mantenía unida, el rey había de respetar, cumplir y hacer cumplir esa ley natural. Por la gracia divina era juez y garante.
Existen múltiples historias sobre cómo el respeto, o no, de ese orden natural por parte del rey influye directa o indirectamente en el bienestar de su pueblo.
Es por ello por lo que se justifica la existencia de ciertas instituciones originarias o ataduras no humanas que ligaban irremediablemente a la figura del monarca, en la mayoría de las ocasiones de forma muy favorable a los estamentos nobiliarios. La locución prínceps legibus solutus est[3], era solo de aplicación ante las normas de derecho positivo.
Dice Bodino:
“La soberanía no es limitada ni en poder, ni en responsabilidad, ni en tiempo [...]. El príncipe soberano [...] sólo está obligado a dar cuenta a Dios [...]. Así, la soberanía dada a un príncipe con cargas y condiciones no constituye propiamente soberanía ni poder absoluto, salvo si las condiciones impuestas al nombrar al príncipe derivan de la ley divina o natural [...].
En cuanto a las leyes divinas y naturales, todos los príncipes de la tierra están sujetos a ellas y no tienen poder para contravenirlas si no quieren ser culpables de lesa majestad divina […]”.


Jean Bodine

No obstante, no hemos de negar que la concreción particular de aquellos mandatos divinos que constituían “la ley natural”, era algo realmente subjetivo. Tampoco es que bajara nadie del Cielo para hacer salir de dudas al monarca temeroso de desairar a Dios. Por ello tampoco resulta realmente sorprendente que, dada la cada vez mayor extensión de territorios, el poder fuera concentrándose cada vez más en sus manos hasta que la monarquía autoritaria acabó por evolucionar en el absolutismo.



Bibliografía:

Bodine, Jean. (1576). Los seis libros de la república. Libro I, cap VII. 4ª ed (2006). Madrid: Tecnos.

Campbell, Joseph. (1949). El héroe de las mil caras. 2ª ed. México: Fondo de Cultura Económica.

Grossi, Paolo. (1995). En busca del orden jurídico medieval. En De la Ilustración al liberalismo: Symposium en honor al profesor Paolo Grossi. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

Hocart, Arthur Maurice. (1936). Kings and councillors, an essay in the Comparative Anatomy of Human Society. 1976 ed. Chicago: University of Chicago Press.

Martínez Neira, Manuel. (2018). Fundamentos históricos del sistema jurídico, materiales de trabajo. Madrid: Universidad Carlos III.

Monterín, Jesús. (2007). Historia del pensamiento: India. 2ª ed. Madrid: Alianza Editorial.

Nivedita, Sister. (1913). Mitología hindú: más allá del Mahabharata y el Ramayana. 1ª ed. Londres: Editorial Amazonia.




[1] Al fin y al cabo, no hemos de olvidar que los dos protagonistas más célebres del gran poema fueron Karna, hijo de Surya, y Arjuna, hijo de Indra. Aunque ambos personajes presentan un belicismo propio de kshátriyas es Karna, hijo del Sol, el que es más justo y generoso, mientras que las facetas más laureadas de Arjuna son su virilidad y destreza con el arco.
[2] Decir derecho
[3] El príncipe está desligado de la ley

Análisis mitológico del rey (Parte 1)



El tema del que me propongo hablar aquí no es sencillo. Mi intención no es hacer un análisis histórico, antropológico o politológico de la monarquía; desde luego que no. Mi intención es hacer un análisis del fundamento monárquico en su origen, a través de la mitología y la forma en la que ha evolucionado este tipo de organización política. Sin embargo, para ello me veré irremediablemente obligado a dar algún que otro rodeo y explicación que probablemente dejen a más de uno insatisfecho.
Digo esto porque en numerosas ocasiones se ha hablado del carácter divino que legitimaba la acción del monarca, pero personalmente considero apropiado estudiarlo en el origen, retrayéndonos a cómo el relato mitológico de una comunidad concreta faculta al monarca a reinar en ella.
Hacer un análisis mitológico de la figura del rey no es tan simple como remontarnos al principio de los tiempos, para comprenderlo es necesario entender algunos conceptos tan abstractos como el dharma, el ciclo cosmogónico, el flujo universal o algunos de las referencias edípicas de mi análisis.
Probablemente lo más complicado sea el comienzo, al fin y al cabo, ¿por dónde empezar a analizar el círculo?

Del héroe al rey

Antes de hablar de reyes hemos de hablar de héroes.
Tanto en la mitología como en la épica, el héroe es un modelo de representación mediante el que se busca el reconocimiento y la identificación del lector/oyente. Podemos decir que encarna aquellos rasgos que son valorados en su cultura específica. Sin embargo, en la figura del héroe también podemos hallar algunas características que son valoradas por igual en toda cultura humana. La cobardía, por ejemplo, no es una de las características que se predican de aquellos que conocemos como héroes.
El héroe es, usualmente, un ser virtuoso, un ejemplo a seguir. Tanto en las epopeyas homéricas como en el Mahabharata hindú se nos habla de una suerte de orden, moral, justicia o virtud. Homero se referiría a ella como diké (Δίκη); los egipcios como maat; los Vedas como rta; Vyasa como dharma.
Si bien el héroe no siempre resulta ser un ejemplo perfecto que seguir, siempre suele haber en toda epopeya o mito una serie de personajes que personifiquen este dharma, el propio Rama en el Ramayana, Yudhisthira en el Mahabharata. Por ello podemos inferir que el respeto y la defensa del dharma, del orden natural de la realidad, es una de las características principales del héroe, quizá la más importante de todas ellas.
Por supuesto, aparte de estas características espirituales el héroe cuenta con otras que le ayudan en su aventura. El héroe del mito y la epopeya siempre cuenta con fuerzas extraordinarias desde su nacimiento o concepción. La valentía, la inteligencia, la fuerza sobrehumana y la destreza marcial son algunos de los ejemplos más comunes. Rara vez es representado como un mero ser humano que vuelve de su aventura dotado de poder. Para cruzar el umbral que separa al hombre mundano del héroe es necesario algo más que la insignificante ordinariez.  Afirmar esto es acorde al punto de vista de aquellos que defienden que el heroísmo es algo que está predestinado, por lo que no que puede ser alcanzado por el común de los mortales.
Los dioses marcan a los héroes al otorgarles parte de sí mismos, su fuerza. Esta fuerza sobrehumana que proviene de la fuerza creadora, del flujo dador de vida que recorre el universo. El hecho de que este poder se traduzca en numerosas ocasiones en potencia marcial no es baladí. El sentido de la existencia del héroe cobra significado al anteponerlo a su antagonista, a su sombra.
Me explico; en ocasiones el ciclo cosmogónico se estanca, la energía se acumula. O bien el dios desmesurado se convierte en demonio destructor de vida o el héroe de antaño se convierte en tirano, corrompido su poder. Es entonces cuando los dioses reclaman a un nuevo héroe, alguien que represente esta nueva energía activa y que acabe con la pasividad y el caos, con el dragón y el tirano. “El héroe en el mito es el campeón de las cosas por hacer y el único capaz de hacerlas, no logra lo que alguien ya ha logrado, sino que logra aquello que nadie ha hecho. El héroe es quien pone el ciclo en movimiento, elimina el pasado. El ogro-tirano es el campeón del hecho (pasado) prodigioso; el héroe es el campeón de la vida creadora" (Campbell, 1949).
Una vez explicado esto hemos de hacer una distinción entre el arquetipo primitivo héroe-titán propio del mito y el héroe enteramente humano.


El primer tipo de héroe es el ser sobrenatural que “funda la ciudad y dona la cultura a su pueblo” (Cambpell, 1949). Seres sabios y longevos, más cerca de dioses que de hombres. Podríamos decir que son propios de una era anterior a la civilización. Considero a Quirón el centauro un buen ejemplo de esta primera tipología.
Es de este segundo tipo de dónde proviene la figura del monarca tal y como la conocemos. La segunda generación del héroe es la propia de la épica, de figura antropomorfa (lo que favorece la identificación humana) y grandes cualidades. Cualquiera de los héroes homéricos encajaría en esta categoría.
Una vez la civilización ya se ha extendido sobre la tierra, los pueblos y ciudades comienzan a ser atacados, son puestos en peligro por monstruosas criaturas pertenecientes a otros tiempos, más inhóspitos y crueles. Estos seres primitivos atacan la comunidad humana a la vez que surgen los primeros ogros-tiranos, corruptos y egoístas, aquellos que se aprovechan del poder de la comunidad en su propio beneficio. Las hazañas del héroe de esta era consisten en vagar por los campos y librarlos de toda suerte de enemigos, ya sean quimeras o déspotas. Los héroes de esta era son fácilmente identificables: guerreros resplandecientes que se enfrentan y exterminan al Dragón (Cambpell, 1949).
Pero el héroe no sólo está encargado de continuar la dinámica del ciclo cosmogónico acabando con el statu quo, también es un representante de la sabiduría, de la Presencia Única, del desconocido invisible. “El héroe regresa de su aventura iluminado por el Invisible Desconocido, que es el Padre. Vuelve para representar a los dioses entre los hombres, ya sea como maestro o como emperador, su palabra es la palabra de los dioses, ergo ley” (Campbell, 1949).  


Hércules luchando contra la Hidra de Lerna

La espiritualidad que ha experimentado el héroe en su viaje y contacto con el Invisible Desconocido es algo que va más allá de lo meramente humano y le capacita para regir justamente entre los hombres. Entonces el héroe recibe de él el libro de la ley (al estilo de los Diez Mandamientos de Moisés) y el cetro de dominio. Sus decisiones están entonces legitimadas con la autoridad de lo divino. El héroe se convierte en guía y líder de su pueblo, es decir, en rey. El héroe-rey es la encarnación del sentido de la existencia, del flujo universal y del ciclo cosmogónico.
Mediante el análisis que he realizado resulta clara la relación que existe entre el origen del poder monárquico y el fundamento divino. Es el carácter divino de esta potestad lo que la hace indiscutible y ello es una constante en toda organización humana, aunque el fundamento monárquico no está exento de una posterior evolución. Entre los muchos ejemplos posibles podemos hallar al monarca romano, encargado de leer los auspicios y el único capacitado para ejecutar la voluntad de los dioses, pues es de ellos de donde proviene su poder.
Por supuesto la representación del Padre que lleva a cabo el héroe coronado puede corromperse, pero eso es algo que merece ser analizado profundamente en otro momento.

La pluma y la espada

Estudiando las creencias más primitivas de nuestros antepasados podemos encontrar una clara dicotomía entre lo que podríamos llamar la pluma y la espada. Este enfrentamiento se ve reflejado también a escala divina con las comunes rencillas entre los dioses que simbolizaban ambos elementos: Neptuno vs Júpiter, Poseidón vs Zeus, Enki vs Enli, Varuna vs Indra. Si bien ambas deidades no se enfrentaban directamente, sí era cierto que existía cierta rivalidad entre ellas por la hegemonía en el panteón.
Esta colisión entre ambos destaca no sólo por su lucha, sino también por la separación funcional que se hacía entre ambos tipos de poder. Esto es, el poder marcial (rayo) y el poder legal/justicia (Sol).
No pasaría demasiado tiempo hasta que el poderío marcial se impusiera sobre su contrincante. El culto al fuerte termina por prevalecer. Esto es algo fácilmente observable si atendemos al propio Rig-Veda, uno de los textos literarios más antiguos propio de la cultura védica previa al hinduísmo. Varuna es considerado el dios soberano, deidad de los cielos y representación del orden del universo: el rta, que posteriormente recibiría el nombre de dharma. Ese orden del universo se plasma en una serie de mandatos de carácter divino que podemos asociar a la ley natural. Esas leyes, sobre las que se configura el conjunto de la naturaleza, han también de ser obedecidas por los humanos, de lo contrario se exponen al castigo divino. En este sentido es Varuna también el administrador de la justicia. Sobre el concepto de justicia en la mitología hablaré también en otro momento.
Sin embargo, siglos más tarde podemos observar en la epopeya del Ramayana cómo se acaba relegando a Varuna a un segundo plano, como un mero dios de las aguas. Aquel que en el primero de los Vedas había sido el dios soberano acaba humillándose ante Rama temiendo por su vida cuando dirige sus flechas hacia el Océano.



La deidad que acaba ocupando su lugar como Rey-juez de los Dioses es Indra. Indra ya es popular en la época de los Vedas, pues es a él a quien más himnos se dedican en todos ellos, pero su culto, al contrario que el de Varuna, va a terminar por calar en las instituciones políticas, religiosas y culturales indias. Indra representa el poder viril y marcial, es conocido como Sakra, es decir, poderoso. Indra es principalmente dios de la tormenta y el rayo. Es él quien, tras derrotar a la serpiente Vritra, da lugar a la vida y acaba ocupando el mismo lugar que ocupa Zeus a la cabeza de los olímpicos (Monterín, 2007).

Algo muy similar ocurre en el panteón griego. Durante la etapa micénica no se asoció a Poseidón directamente con el mar. En las tablillas de Lineal B que todavía se conservan de esta etapa, el nombre de este dios aparece con mayor frecuencia que Zeus. Esto denota que en estos tiempos primitivos se le da una mayor importancia de la que tendrá posteriormente. Todavía queda alguna reminiscencia de esto en la Odisea de Homero, donde es Poseidón el causante de la mayoría de los fenómenos, por encima de Zeus y el resto de los olímpicos.
Por supuesto, toda esta lucha por la hegemonía va a tener un reflejo en la organización política de las sociedades humanas. Los primeros reyes van a ser meros generales, líderes militares únicamente dotados de poder marcial, con capacidad para unir a las tribus y comandarlas hacia la guerra. Representantes de los dioses en cuanto a encarnación del rayo. El poder jurídico y legal, también emanado de los dioses, no va a ser todavía de su competencia.

Un ejemplo de estos primitivos monarcas es el de la diarquía espartana, compuesta por los dos Basileus rivales. El origen de su autoridad es, como ya adelantaba en epígrafe anterior, divino. Según un antiguo mito, fue Licurgo, el legislador dorio, aquel que recibió la Gran Retra en el propio Oráculo de manos de los dioses. No tardó mucho en convertirse la palabra divina en la Constitución de Esparta.
Posteriormente, al tiempo que dioses como Zeus e Indra ganaban importancia en detrimento de Poseidón y Varuna e iban reclamando para sí sus atributos como reyes soberanos; los reyes fueron identificándose con el aspecto regulador del Sol y adquiriendo también potestades relacionadas con el Derecho.