lunes, 1 de abril de 2019

Análisis mitológico del rey (Parte 2)


El rey como guerrero y legislador

En un principio el rey, como representante de la faceta guerrera del Invisible Desconocido, es la encarnación del Dios del Rayo, aquel que golpea y consume, pues así ha de ser el rey en la guerra: violento y agresivo.
La figura del rey guerrero en India se retrotrae al vedismo, donde existe una conexión con el anteriormente mencionado Indra, dios del relámpago y Rey de los Dioses. “Indra es el señor de la fuerza, el dios superior, destructor, invencible, ganador, combatiente, que reúne los ejércitos, victorioso entre las tribus”.  RIG-VEDA I, 56. RIG VEDA II, 21.


Es aquel que protege a los humanos y destierra a los demonios, el vencedor de Vritra, el Dragón primigenio. De un modo similar vence Zeus al monstruo Tifón, arrojando sobre él el monte Etna. Ambos, Zeus e Indra, son portadores de la espada de la virtud y del rayo.
No sólo en la cultura griega y védica el relámpago va a ser un símbolo marcial. Curiosamente, analizando a este dios védico nos topamos con que comparte un origen común con el Zeus griego, el romano Júpiter, el nórdico Thor y el propio Dios abrahámico. Todos ellos proceden de una misma deidad indoeuropea, Dyeus, antecesor de todos estos dioses-soberanos y encarnación de los poderes atmosféricos.
También en la cultura nórdica, romana y sumeria los dioses Thor, Júpiter e Ishkur tienen un marcado carácter guerrero con el que se identifica al joven y viril combatiente. El fervor guerrero es, en la mayoría de las culturas, propio de los jóvenes; por lo que no es extraño que de ser anciano el rey, se identifique al legítimo heredero como el joven héroe y aquel que ha de renovar el ciclo mediante el uso de la espada.
Por supuesto, toda esta simbología tiene un significado. Hacia el S.II A.C, los arios, una cultura irania ganadera y guerrera, invaden el subcontinente indio y someten a la población autóctona a la esclavitud. Mientras que ellos se identifican con el dios de la guerra victorioso, identifican a sus enemigos con la serpiente derrotada. Necesitan remarcar la diferencia existente entre ambos pueblos, por ello se les atribuye el arquetipo funcional de la sombra.
La acción militar queda por tanto justificada en el contexto de lucha contra el opuesto, y tiempo después será legitimada por la mitología. Podemos encontrar otro ejemplo sin desplazarnos demasiado en la epopeya hindú del Ramayana, en el que Rama, tratando de rescatar a su esposa Sita, emprende una guerra contra Ravana, monstruoso rey de Lanka (Ceilán). Esta epopeya evidencia la rivalidad política entre los reinos constituidos en la isla y los norteños, propios de la cuenca del Ganges.
Volviendo al tema principal, hemos de decir que tal y como es configurada en un primer lugar la figura del monarca sus más importantes funciones son hacer la guerra y defender a la comunidad.
Este poder guerrero era invocado para la guerra, ya no contra demonios, si no contra todos aquellos que eran percibidos como enemigos, principalmente extranjeros y paganos. Sean titanes, gigantes, asura, demonios, siervos o dragones, lo que realmente importa es el significado de la simbólica lucha del Deva contra el Asura, del Dios contra el Dragón, del héroe contra su sombra.



No es casual tampoco que en India se le encomendara a los kshátriyas, la casta real y guerrera, la tarea de proteger al resto de la comunidad, pues ese era su deber sagrado. Tampoco es casual que fueran los nobles, los más destacables entre los hombres (como los aristoi griegos), aquellos que ejercieran la acción bélica.
De una forma similar en la Grecia homérica la casta real va a ser también la casta guerrera. El wasax (rey) va a ser aquel que dicta la justicia (iurisdictio), pero la verdadera gloria que merecía aparecer en las épicas odas y ser cantadas por los aedos era la gloria de la batalla, no la rutina de la paz. En Esparta los homoioi, ciudadanos guerreros, habían de defender su hogar del invasor. Lo contrario significaba la atimia, la pérdida del honor. Ello implicaba una terrible vergüenza que estaba destinada para todo aquel que no cumplía su deber de proteger la ciudad.
De esto se deriva que el poder del ejército no sea un poder que emane de una ley positiva, sino que proviene de su propio dharma, de la ley natural o divina, de ese orden cósmico que lo rige todo. Su misión era la defensa del reino de los inagotables poderes del mal, tomaran la forma que tomaran.
Pero no es sólo mediante centellas y acero como se vence al enemigo. También es necesario destacar el poder de la magia y las ofrendas a los dioses.
Volviendo al Rig Veda, es Agni, dios del fuego, aquella deidad que representa a la casta sacerdotal en su labor de asesino de demonios. Podemos decir que Agni es a los brahmanes lo que Indra es a los kshátriyas (Monterín, 2007). Además, desde luego que no hay mejor dios que Agni ni mejor elemento que el fuego para representar las dos caras de la magia ritual.
Por un lado, el fuego es símbolo de pureza, está relacionado con el hogar y el sacrificio, al igual que la diosa griega Hestia. El fuego conecta mediante las ofrendas a dioses y hombres, papel que Agni ejerce como mensajero e intermediario.
Por otro lado, el fuego posee una faceta notablemente destructiva, participando en el eterno ciclo de creación y aniquilación, siendo especialmente colaborativo en esta última fase. Sobre todo, en lo referente al exterminio de demonios y la derrota a los enemigos.



Ya en el propio Mahabharata podemos encontrar evidencias de que el rajá, el rey indio, representaba el poder de ambos dioses, por un lado, contaba con el poder marcial del dios Indra y por otro lado contaba con el poder ritual de Agni. Son los sacerdotes de este último quien le otorgan ese carácter divino al monarca. En la tradición védica existen dos rituales, el rajasuya y el ashvamedha, que elevan al simple rajá al estatus divino. Es de destacar que son asiduamente mencionados en las dos grandes epopeyas hindúes. 
Paulatinamente, el aspecto ceremonial va siendo incorporado como un aspecto más al culto al Sol, por lo que las deidades solares acaban atribuyéndose aquellos ominosos atributos que hasta entonces habían poseído Agni y Varuna.
De nuevo, esto tampoco resulta casual, el astro solar contaba con gran importancia en estas culturas. El Sol era considerado la fuente de la vida del universo y también su supremo regulador, después de todo regía sobre el día, la noche y las estaciones.
En Sumer tenemos a Shamash, un temprano dios-sol, deidad de la justicia y la profecía. En Grecia y Roma tendremos a Apolo, que cuenta con los mismos atributos y características. En el Rig Veda se decía que “el dios del Sol hindú, Savitar se encarga de incitar al sacrificio, recuerda los deberes e inspira cordura” (Monterín, 2007). Pero sería posteriormente, con el reflorecimiento de la tradición brahmánica y la composición del Mahabharata[1], cuando llegaría a alcanzar la relevancia simbólica que nos interesa como atributo del monarca.
Recordemos a Varuna. Él es el señor de la Verdad, de lo Correcto, de la Justicia. El regulador supremo del mundo. Y al igual que es Varuna entre los dioses, así debe ser el rey entre los hombres. Ciertamente, la identificación del monarca con el dios olvidado va mucho más allá, pues el líder humano recibe además el poder del rayo, a la vez que el aspecto regulador y ritual acaba por ser asimilado por el Sol.
De esta forma lo que el Sol es al universo, es el rey a su pueblo. Del Sol depende la vida del universo, del Rey depende la vida de su pueblo. El Dios-Sol es aquel del que emana la ley natural, por lo que rige sobre la totalidad de lo existente; el Dios-rey es aquel que, con un poder emanado de la ley natural, rige sobre su comunidad.
Visto así no resulta complicado predecir la evolución que tendría la figura del monarca, pues una vez es identificado con el Supremo Regulador tiende necesariamente hacia la concentración del poder.
La divinización del monarca egipcio es probablemente, uno de los ejemplos más claros de acaparamiento conjunto del poder marcial y jurídico. El faraón es identificado con el rey/dios Horus y se le adoraba como tal, poseyendo también sus atributos. La figura de Horus, al igual que Indra es rey de los nuevos dioses, sustituye a Osiris (igual que Indra sustituye a Varuna) y a Ra, arrebatándole los atributos solares. Originalmente el carácter marcial de Horus lo relaciona también con el rayo, sin embargo, dado el clima egipcio pronto perdió esa conexión con el fenómeno meteorológico. De esta forma, tanto Horus como el faraón, su encarnación, representaban por sí mismos el Sol y el rayo, siendo ambas caras de la misma moneda. Más concretamente, puede observarse que el faraón egipcio porta en su mano izquierda el mayal con el que castiga a sus enemigos y en su mano derecha el cayado con el guía a su pueblo.



Su oposición clara va a ser ante Seth, dios del desierto. Para los egipcios, Seth representaba lo maligno, era un opositor a Horus y a todos los dioses benéficos. Seth fue un dios de las tormentas vinculado especialmente con el desierto. Las Tierras Rojas, como se les llamaba, eran consideradas un lugar de muerte. Era el rey-dios, el faraón, aquel que los dioses habían elegido para defender Kemet de los seres que moraban en las arenas, sobre los que recaía el poder marcial del soberano.
Paulatinamente la base astral va perdiendo importancia hasta que la función reguladora se convierte en la marca del rey y su simbología (águila, cetro, tocado) va perdiendo significado. “No por más tiempo el rey es el cielo, el sol o el toro, excepto en metáfora y emblema, es solo la autoridad por Derecho”.  (Hocart, 1936)
No obstante, esta identificación del monarca con el Sol no se limitó cronológicamente a tiempos tan remotos; sino que continuó perviviendo en el imaginario colectivo. Al fin y al cabo, es por todos conocidos que el propio rey francés Luis XIV, abuelo del descabezado Luis XVI, era apodado por sus congéneres le Roi Soleil, es decir, el Rey Sol. ¿Qué mejor apodo para simbolizar su poder absoluto?

(Hocart, 1936)

Durante la Baja Edad Media se reproduce el esquema de un mundo en el que los hombres no son considerados individuos iguales entre sí, la sociedad era de carácter estamental. Esta ordenación jerárquica de la comunidad no era algo dependiente de la voluntad humana, sino que era reflejo de la voluntad del Dios creador. Por supuesto, el hombre no debía intervenir en esa ley natural establecido por Dios, sólo el rey podía hacerlo, siempre y cuando fuera para reponer el orden natural en el caso en que este se hubiera visto alterado por causa de la maldad humana (Neira, 2018).
La concepción del individuo no difiere mucho de la época antigua; por sí solo estaba considerado como irrelevante e imperfecto, sobre todo comparado con la perfección de la totalidad de la naturaleza o la comunidad que se derivaba del orden natural (unus homo/communitas= imperfectum/perfectum). (Grossi, 1995)
Incluso el poder del rey medieval, iurisdictio[2], era expresivo de su función esencial. El rey no creaba derecho, pues hacerlo significaría alterarlo y ya decía Santo Tomás que la ley positiva que atentaba contra la ley no era ley, sino corrupción de ley. El monarca se limitaba a la iurisdictio, declaraba el derecho, las normas, y las aplicaba con equidad y justicia, es decir, respeto por la conservación de un cosmos armónico dictado por Dios.
Dicho con otras palabras, el dharma era fundamento de la monarquía y aquello que la mantenía unida, el rey había de respetar, cumplir y hacer cumplir esa ley natural. Por la gracia divina era juez y garante.
Existen múltiples historias sobre cómo el respeto, o no, de ese orden natural por parte del rey influye directa o indirectamente en el bienestar de su pueblo.
Es por ello por lo que se justifica la existencia de ciertas instituciones originarias o ataduras no humanas que ligaban irremediablemente a la figura del monarca, en la mayoría de las ocasiones de forma muy favorable a los estamentos nobiliarios. La locución prínceps legibus solutus est[3], era solo de aplicación ante las normas de derecho positivo.
Dice Bodino:
“La soberanía no es limitada ni en poder, ni en responsabilidad, ni en tiempo [...]. El príncipe soberano [...] sólo está obligado a dar cuenta a Dios [...]. Así, la soberanía dada a un príncipe con cargas y condiciones no constituye propiamente soberanía ni poder absoluto, salvo si las condiciones impuestas al nombrar al príncipe derivan de la ley divina o natural [...].
En cuanto a las leyes divinas y naturales, todos los príncipes de la tierra están sujetos a ellas y no tienen poder para contravenirlas si no quieren ser culpables de lesa majestad divina […]”.


Jean Bodine

No obstante, no hemos de negar que la concreción particular de aquellos mandatos divinos que constituían “la ley natural”, era algo realmente subjetivo. Tampoco es que bajara nadie del Cielo para hacer salir de dudas al monarca temeroso de desairar a Dios. Por ello tampoco resulta realmente sorprendente que, dada la cada vez mayor extensión de territorios, el poder fuera concentrándose cada vez más en sus manos hasta que la monarquía autoritaria acabó por evolucionar en el absolutismo.



Bibliografía:

Bodine, Jean. (1576). Los seis libros de la república. Libro I, cap VII. 4ª ed (2006). Madrid: Tecnos.

Campbell, Joseph. (1949). El héroe de las mil caras. 2ª ed. México: Fondo de Cultura Económica.

Grossi, Paolo. (1995). En busca del orden jurídico medieval. En De la Ilustración al liberalismo: Symposium en honor al profesor Paolo Grossi. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

Hocart, Arthur Maurice. (1936). Kings and councillors, an essay in the Comparative Anatomy of Human Society. 1976 ed. Chicago: University of Chicago Press.

Martínez Neira, Manuel. (2018). Fundamentos históricos del sistema jurídico, materiales de trabajo. Madrid: Universidad Carlos III.

Monterín, Jesús. (2007). Historia del pensamiento: India. 2ª ed. Madrid: Alianza Editorial.

Nivedita, Sister. (1913). Mitología hindú: más allá del Mahabharata y el Ramayana. 1ª ed. Londres: Editorial Amazonia.




[1] Al fin y al cabo, no hemos de olvidar que los dos protagonistas más célebres del gran poema fueron Karna, hijo de Surya, y Arjuna, hijo de Indra. Aunque ambos personajes presentan un belicismo propio de kshátriyas es Karna, hijo del Sol, el que es más justo y generoso, mientras que las facetas más laureadas de Arjuna son su virilidad y destreza con el arco.
[2] Decir derecho
[3] El príncipe está desligado de la ley

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