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Cénit, ocaso y plenilunio.
Mi nombre es Magnus Solomon Oxium
y es hora de contar mi historia.
La mía es la historia de una
antigua profecía, de un noble linaje, de una casa de héroes y de una eterna
desgracia.
Una historia de traición, guerra,
fuego y venganza.
La historia de mi familia y de su
caída.
Pero es por el principio por
dónde debemos empezar los mortales nuestras historias, hemos de remontarnos tanto como permita la memoria del hombre. La
memoria de un hombre que una vez olvidó; pero que esta vez ha de recordar.
Los rubios cabellos y claros ojos
de nuestra familia, los Oxium, provienen de los aion, los antiguos habitantes
del imperio olvidado de Sólomon. Nuestra estirpe siempre fue una casta
marcial, nuestros ancestros fueron poderosos nobles guerreros que lucharon
junto a Zhorne Giovanni contra Rah y sus demonios en la Guerra de Dios. Una vez
acabada la contienda fuimos recompensados con un amplio territorio en Dalaborn,
al norte de Abel, y nos fue encargada la misión de defender al Imperio de sus
enemigos, ya fuera de los bárbaros del Norte o de cualquier otra impía amenaza.
Nuestro ilustre antepasado,
Alexei Oxium, fue proclamado Archiduque por la gracia del Emperador del territorio desde Puerto Lena hasta Pernov, nuestra capital. Es al primer Archiduque al que debemos el blasón de nuestra casa, un sol dorado sobre un fondo negro.
Los siglos se sucedieron y en su
curso el feudo de los Oxium se convirtió en el último baluarte, la
infranqueable frontera con el salvaje Norte de Goldar. Gracias a nuestros
ancestros fue posible la conquista de sus tierras malditas y heladas. Los Oxium
sangraron y murieron en la tundra y las llanuras nevadas de la Meseta Argadas,
por el Imperio y por su Emperador, por el honor y la gloria, por la victoria o
la muerte. Y nosotros continuamos recordándolos. Es tradición relatar sus historias a
nuestros niños desde la cuna. El valor de la costumbre es fuerte en Dalaborn, tanto que llegó a convertirse en habitual que el
señor de la casa transmitiera de esta forma el valor de sus antepasados a sus
vástagos varones. Pero no fue ese mi caso.
Padre, el Archiduque Magnus Zhorne Oxium, siempre estuvo demasiado ocupado como para contar cuentos a sus hijos. Los asuntos del feudo y su relación con el Príncipe y Señor de la Guerra, Tadeus Van Horsman arrebataban la totalidad de su tiempo.
Por supuesto,
durante los recientes episodios en Arkángel que derivaron en la muerte del
Emperador, Padre movilizó sus ejércitos en defensa de la Emperatriz, la
legítima heredera al trono. Fueron sus tropas las que sacaron a Van Horsman de
prisión, hazaña que por la que el Señor de la Guerra comenzó una duradera y
fraternal relación de amistad con mi padre.
Gracias al apoyo que los Oxium
habían prestado a la causa de la Emperatriz, Su Excelencia, a instancias del
Señor de la Guerra, nos recompensó con un asiento en el Alto Senado, lo que
aumentó el estatus de la familia al de alta nobleza, para envidia de muchos de
los rivales políticos de Padre.
No es fácil dilucidar cuáles
fueron las razones de Padre para dar a sus hijos una educación ajena al estado
político de nuestra Casa en el Imperio. Por ese entonces me enervaba, pero ahora
entiendo que quizá tratara de protegernos.
Alfred siempre nos dijo que Padre
era un señor feudal amado y respetado por su pueblo, jamás abusó de su poder y
de entre sus virtudes se destacaba la justicia. Fue toda su vida un hombre
severo, de gesto grave, altivo y orgulloso como buen aristócrata, y, por
supuesto, destacó en su juventud por su enorme destreza marcial, como todo buen
miembro de la Casa Oxium. Sin embargo, pese a todas sus virtudes, no estaba
carente de enemigos, en su mayoría competidores políticos de casas más jóvenes que
la nuestra que ansiaban su poder y condición.
Padre necesitaba reforzar su
posición con un heredero, un hijo a quien transmitir todos sus conocimientos, a
quien educar en el código de honor, a quien curtir en las virtudes del noble
caballero dalense.
Y no hubo hijo que encarnara
mejor estas virtudes que Gwynn, el primogénito, el Sol en su Cénit. Poderoso y
deslumbrante. Apuesto, varonil y orgulloso, el hijo que todo aristócrata habría
deseado. Brillaba tanto, con su dorada armadura recién bruñida, que dolía
mirarlo. Fuerte, valiente y carismático, un líder nato en toda regla…y un
auténtico idiota.
Gwynn era confiado y generoso; se
empeñaba en buscar todo lo bueno en las personas, por muy deleznables que
hubieran sido sus acciones; jamás fue capaz de hacer daño a nadie, siempre
obsesionado con proteger al débil y hacer justicia. Pensaba que todo el mundo
merecía una oportunidad, que todo el mundo tenía su noble y dorado corazón.
Pero se equivocaba, y yo lo odié
por eso.
Gwynn, el ansiado heredero, fue
esperado con ilusión por todo el mundo. Ya habían preparado una gigantesca
alcoba para el bebé, una cuna dorada y cientos de regalos. Padre organizó una
magnífica fiesta con todos sus vasallos, el propio Horsman asistió al evento. Y
con el Sol en su cénit nació él, bello, robusto y rubio. Llovieron los pétalos
de flores, sonrisas y gozo.
Pero el vientre de Madre todavía
no estaba vacío. Gwynn no venía solo. La segunda criatura prolongó largas horas
su nacimiento. Una auténtica agonía para ella, que sufrió lo indecible para dar
a luz a alguien que siempre prefirió la sombra. Fue cuando el Sol se ocultaba
en el horizonte cuando vine yo al mundo, flaco, raquítico y moreno. Y las
sonrisas se congelaron, y las risas murieron.
Madre jamás se recuperó por
completo del parto doble. Las complicaciones al darme a luz habían sido
demasiadas. Se convirtió en una mujer débil y enfermiza, pasaba postrada en
cama la mayor parte del tiempo, rodeada de una legión de doncellas que atendían
las múltiples necesidades de su frágil señora. Jamás se preocupó por nosotros,
y nosotros jamás la necesitamos.
Fue Alfred, nuestro mayordomo,
quien se ocupó de criarnos. Nos enseñó todo sobre lo que significaba ser
noble, el protocolo de la Corte, el arte de persuadir y conseguir todo lo que
nos propusiéramos. Por otro lado, Padre siempre fue algo frío hacia nosotros,
especialmente hacia mí. Su actitud por lo común solía ser de indiferencia,
únicamente se preocupaba por los progresos que llevábamos a cabo durante nuestros
estudios. Pese a esto, crecí escuchando las hazañas de nuestros antepasados, a
los que siempre vi reflejadas en la figura de Padre, él era mi héroe, mi
ejemplo, mi meta. Y decidí que quería ser como él.
Cuando cumplimos la edad
necesaria, Padre le asignó a Tíndaro, un sabio de Ilmora, la tarea de
educarnos, por lo que se convirtió en nuestro tutor. El viejo Tíndaro estaba
versado en todas las materias en las que existía conocimiento humano, por lo
que se ocupó de que aprendiéramos al menos un poco sobre todas ellas. Y así
aprendimos ciencia y herbolaria, historia y medicina, ocultismo y equitación.
Pero también a apreciar el arte, el baile, la forja y la música.
No fue hasta cumplir los ocho años cuando empezamos nuestro entrenamiento marcial, que parecía que era lo
único de lo que el viejo no tenía idea alguna. Esta fue encargada a Syrio, un
antiguo templario de la orden de los Tol Rauko, amigo de Padre. Fue Syrio quien
nos enseñó a dominar la espada, a luchar como caballeros, el honor y la gloria del
combate. Pero también nos enseñó a montar, a cazar y a sobrevivir. Siempre se
nos dijo que el peligro podía acechar en cualquier rincón, y nos prepararon a
conciencia para combatirlo.
Gwynn y yo entrenábamos juntos,
bien el uno contra el otro, bien los dos contra nuestro maestro. Fue entonces
cuando nació mi rivalidad por mi hermano. Hasta entonces no había sido consciente de
la discriminación que había sufrido por ser el segundo hijo. Él siempre había
recibido un trato especial por parte del servicio, incluso de nuestros padres.
Madre dijo una vez que su hijo era una bendición de Dios. Y sí, “hijo”, en
singular. Jamás me amaron como lo amaban a él.
Al cumplir los doce años, Padre
nos hizo un inesperado presente. Dos espadas gemelas, una para cada hermano. La
de Gwynn era gualda y reluciente, la mía argentada y mate. Él la llamó Áurea,
la Espada del Mediodía, yo la llamé Ténebra, la Espada del Ocaso. Y cuando, esa
misma mañana, cruzamos aceros, saltaron verdaderas chispas y un poder
desconocido nos recorrió a ambos.
Fui yo el que mordió el polvo esa vez, como siempre.
Mi mellizo era perfecto, sí; pero
nunca valdría para gobernar, le faltaba astucia, perspicacia y pragmatismo. Era
incapaz de leer entre líneas y de ver las intenciones de la gente más allá de sus falsas sonrisas. Jamás habría sido capaz de manipular en condiciones. Inútil.
No estaba hecho para esto, era demasiado para él. Discutía mucho con Padre, bastante a menudo, nunca me entrometí demasiado en sus
peleas, Magnus Zhorne Oxium era verdaderamente terrorífico cuando se enfadaba. La relación
entre Padre y Gwynn siempre fue tensa, realmente desconocía las razones. A mí
me valía con que le echara la bronca a menudo, al menos había alguien que lo pusiera en su
sitio.
Yo nunca fui capaz de
hacerlo.
Él siempre fue perfecto, demasiado. Ambos crecimos altos, fuertes y corpulentos, pero él siempre me superaba con creces en todo. Ni siquiera entrenando por mi cuenta lograba nunca derrotarle. Y eso hizo crecer en mi interior un profundo rencor que no tardó en convertirse en odio. Luchaba contra él sin esperanza, pero con furia. Su altivez me hervía la sangre, su sonrisa de suficiencia mientras me desarmaba…maldición, como lo odiaba.
Pero ¿juntos? Éramos imparables.
Combatíamos codo con codo contra nuestro maestro, su pericia y mi furia
combinadas pusieron en aprietos a Syrio en más de una ocasión. Y mejorábamos
más y más cada día. Hasta que logramos derrotarlo. Jamás he sentido tanta dicha
como en ese momento. Ver a nuestro experimentado y marcial tutor en el suelo,
desarmado y mirando con expresión de extrañeza a esos dos hermanos, uno dorado
y otro oscuro. Dos auténticos paladines de Oxium. Las dos caras de una misma
moneda.
Y todo podría haber ido bien,
hasta que el tercero vino al mundo.
Madre volvía a estar embarazada,
y, dado su frágil estado, los médicos temieron por su seguridad. Fueron unos
días muy tensos en el castillo, todo el mundo estaba nervioso, incluso Padre,
normalmente distante; estaba especialmente irascible. Sólo Gwynn era el único
extasiado, sonreía a todo el mundo ampliamente y anunciaba por doquier que iba
a tener un nuevo hermano para jugar.
Odié a Midas mucho antes de
conocerlo.
Madre dio a luz al tercer hijo de
la Casa Oxium durante el plenilunio, a la luz de la luna. Entre terribles
dolores nació una criatura endeble, deforme y enfermiza. Me sentí profundamente
decepcionado, aunque ver la cara de estupefacción de Gwynn al presentarle a su
nuevo hermano casi mereció la pena. Casi.
Pronto el bebé se llevó la
atención de todo el castillo, casi todos los sirvientes estaban al servicio de
ese insignificante llorón. Padre veló a Midas durante muchas noches, algunas de
ellas en compañía de Gwynn. En cuanto a mí…bueno, quizá se me pasara por la
cabeza apretar bien fuerte una almohada contra su cara hasta que dejase de
llorar de una vez. Puede que quizá unas pocas más veces de las necesarias.
Midas creció rápidamente, pero no
como todos habrían esperado de un Oxium. Había nacido como un ser endeble y enfermizo
a la luz de la Luna, y verdaderamente parecía que el astro lo había maldecido.
Nos decepcionó a todos. A Padre, porque esperaba que se convirtiera en un gran
guerrero, como Gwynn y yo. A Madre, porque esperaba una mujer. A mí, porque de
verdad lo había considerado una amenaza, cuando más bien era un insulto. En
cuanto a Gwynn, bueno, siempre fue un caso perdido.
Gwynn amó desde el principio al
benjamín de los Oxium, le contaba historias antes de dormir, le montaba en su
caballo, jugaban y reían juntos a menudo. Por otro lado, yo volqué todo mi
rencor, mi furia y mis sentimientos negativos en la persona más vulnerable que
encontré. Era un blanco perfecto, diminuto, de facciones andróginas y unos ojos
grandes, bellos y curiosos que lo observaban todo como si fuera la primera vez.
Me sacaba de quicio.
Midas resultó mucho más útil de
lo que me pareció en un principio. Con mi hermano pequeño aprendí a golpear de
tal forma que no quedara marca, a manipular la comida para convertirla en
veneno, a provocar miedo, a manipular a los sirvientes para que no dijeran nada
a Alfred o a Padre. Pero Gwynn siempre me impidió llegar demasiado lejos.
Su enorme ego le impedía quedarse
parado mientras se abusaba de su enclenque hermano menor. Desenvainaba su arma
y me miraba, desafiante. Retándome a tocarlo.
Lo protegía de mí.
Y hacía bien…porque de haberme dejado llevar puede que lo hubiera matado.
Y de esta forma crecimos los
hijos de la Casa Oxium, y los años pasaron con celeridad. Poco a poco Midas
fue agradando cada vez más a nuestros Padres, que comenzaron a vestirle como
si fuera una mujer. Demostró ser mucho más capaz en aquellas artes reservadas a las damas que en la senda del guerrero. Demostró estar bendecido con un poder fuera de nuestro entendimiento. Todos quedaron satisfechos, y
la decepción se tornó en complacencia.
Midas se convirtió en Medusa.
Por supuesto, yo jamás lo acepté
y continué con mi actitud de siempre. El honor de un caballero me habría
impedido hacer tales cosas a una mujer, por ello, Él no podía ser una mujer.
Paulatinamente, todos nos fuimos
acomodando. No era feliz, ¿cómo podía serlo siendo un segundo hijo
destinado a nada? Pero al menos contaba con Ténebra, mi única amiga, y la
esgrima.
Hasta ese fatídico día.
Fui despertado por Alfred en
mitad de la noche, tenía horribles quemaduras en su brazo, aunque no parecía
notar dolor alguno. Sus ojos estaban sumamente abiertos, su expresión era de
horror. Llevándose un dedo a los labios me susurró que saliera de la cama, por
lo que me puse de pie de un salto y agarré mi espada al instante. Pronto me
llegó el olor a humo y comencé a sudar por el calor.
Al salir ambos de
la habitación escuché el sonido de un combate cercano. Los aceros
entrechocando, los gritos de los hombres moribundos, las órdenes
desesperadas, el crepitar del fuego y a Gwynn; su grito de batalla resonaba en
el fragor de la lucha. Casi podía escuchar el silbido de Áurea al ser empuñada.
Me preparé para luchar.
Y él me lo impidió.
Alfred me agarró del brazo con
fuerza y negó con la cabeza. En su mirada, en los ojos grises del hombre que me
había criado había súplica y pavor. Fue eso lo que me hizo vacilar. Envainé la espada y lo seguí hasta la
habitación de Midas, Alfred tomó a mi hermano en brazos y nos dirigimos hacia
la parte sur del castillo, lejos del combate.
Escapamos de allí lo más
rápidamente que pudimos. Alfred conocía mejor que nadie el camino entre los
estrechos pasadizos de piedra en las catacumbas. Cuando finalmente salimos a la
superficie eché la vista atrás y lo vi.
El espléndido Castillo Oxium,
sede de nuestra familia desde los tiempos del primero de los Emperadores,
último bastión del Imperio, la Fortaleza Inexpugnable.
Estaba en llamas.
Mi hogar, el legado de mi padre,
se había convertido en una gigantesca pira, cuya columna de humo se perdía en el cielo nocturno.
Ahora estábamos solos, Alfred,
Midas, Tenebra y yo.
Cualquier ambición, cualquier
sentimiento y cualquier deseo que pudiera haber tenido antes de ese día
ardieron hasta tornarse cenizas.
Y en el hueco que dejó sólo cabía una cosa: venganza.
Y con toda la furia que el odio
pueda darme, juro que conseguiré mi objetivo.
Yo, Magnus Solomon Oxium, juro
venganza.
Que mis enemigos teman la Espada del Ocaso, pues ni la muerte podrá detenerme.