martes, 4 de agosto de 2020

Diario de J. S. Freud - Llamada de Cthulhu, parte 7


CERRADLE LA PUERTA AL VIENTO


"Entramos en el túmulo con armas y linternas en ristre, apuntando a toda sombra que pudiera parecer sospechosa."

Durante los dos meses siguientes me dediqué a estudiar algunos de mis libros en francés, llegando a leer al completo Cultes des Goules y empezando en la lectura del Diccionario Infernal. Al adentrarme en los misterios profanos de esas páginas prohibidas comprendí muchas cosas, quizá demasiado. Fue reflexionando cuando llegué a la conclusión de que había leído más de lo que debería, pues había conocimientos que no habían sido plasmados en papel para ser descifrados por el común de los mortales.

El conocimiento es poder, y me siento mucho más preparado ahora que sé sobre todo a lo que nos hemos enfrentado desde que empezó esta locura… y sobre lo que podríamos llegar a enfrentarnos.

Después de todo, hemos sobrevivido a incontables peligros, hemos mandado de vuelta al abismo a horribles criaturas y hemos ahondado en conocimientos que siempre debieron permanecer ocultos.

Sin embargo, habrá un día en que no salgamos victoriosos. Habrá algún día en que fracasemos, pues esa es la naturaleza humana.

En ese caso, pobres de los que moren sobre la tierra.

Pobres de aquellos que estén aquí cuando, al morir nosotros, no quede nadie para cerrar la puerta al viento.


Viernes 23 de noviembre de 1923

Me encontraba en la biblioteca de la casa junto con Harvey, sumidos ambos en nuestras sendas lecturas, cuando Doc y Tachenko me pidieron que bajara al piso inferior.

Al parecer, había llegado una carta a nombre del joven estudiante, procedente de uno de sus profesores de la universidad.

El autor de la carta era Samuel Gobson, doctor en antropología, y en ella informaba a Doc de algunos extraños sucesos acontecidos en unas excavaciones que había llevado a cabo cerca de Búfalo, en Nueva York. Buscando antiguos restos de pueblos indios habían descubierto una tumba de piedra excavada en roca viva, con grabados de inscripciones indescifrables y criaturas extrañas que no pertenecían a ningún pueblo indio. La excavación había sido suspendida, y el doctor había decidido pedir nuestra asesoría, dada nuestra reputación resolviendo casos paranormales. Como erudito de renombre, el doctor Gobson contaba con cierta fama en los círculos intelectuales de la ciudad, por lo que no dudé en que debíamos aceptar el caso. Mandé a Doc que telefoneara al Profesor Gobson rápidamente para comunicarle que aceptábamos el caso.

Se hallaba al teléfono cuando de pronto su cara perdió el color y soltó el aparato, del que salía un ruido infernal. Colgué ese cachorro y me giré hacia nuestro compañero, que estaba completamente paralizado, lívido e inmóvil. Cuando logró volver en sí, nos dijo que algo había pasado con el profesor. Sabíamos su dirección y se me ocurrió que deberíamos ir a su casa para ver qué era lo que había pasado que tanto había escuchado a Doc. El joven seguía murmurando entre dientes algo sobre el viento, el endemoniado viento.

No llegamos a salir aquella noche, pues la terrible tormenta que se había desencadenado fue tal que incluso cortó la línea de teléfonos. Con tales ráfagas de vientos huracanados, abandonar la casa habría sido un suicidio.

Esperamos, ¿acaso podíamos hacer alguna otra cosa? Me sentía impotente. El destino no parecía querer nuestro encuentro con Samuel Gobson. El destino… ¿o quizá algo más?

Sábado 24 de noviembre de 1923

Nada más despertar encendí la radio, esperando el parte de la prensa. No me sorprendió demasiado la noticia de las catastróficas consecuencias que había tenido la tormenta de la noche pasada.

Un auténtico huracán, sin ser previsto por meteorólogo alguno, había devastado la ciudad de Akham, especialmente uno de los barrios al norte de la ciudad en el que no había quedado piedra sobre piedra y habían perdido su vida decenas de familias. Los supervivientes, perdidas sus moradas, habían sido internados en el psiquiátrico Aloisius Ryer de Arkham.

Aprovechamos que nos movíamos en nuestro vehículo para avistar el barrio del que había hablado la radio, que, como no podía ser de otra forma, era donde se encontraba la casa de nuestro desafortunado cliente. Allí encontramos a la policía, a la que hicimos algunas preguntas relacionadas con el paradero de Gobson, sin embargo nos informaron de que no se había encontrado el cuerpo.

Fuimos al hospital de la ciudad y la morgue preguntando por el Profesor Gobson, alegando falsamente ser sus únicos familiares, pero no nos informaron de que el hombre al que buscábamos no se encontraba en ninguno de los dos lugares.

Tras esto, decidimos visitar el sanatorio, en primer lugar, por si acaso Gobson se encontrara allí, en segundo lugar, para interrogar a alguno de desdichados testigos de la virulencia del vendaval. Sinceramente, no creí que hubieran sido internados simplemente por un leve trastorno provocado por el shock de haber perdido su casa y familias. Mi experiencia en este tipo de casos me dice que siempre hay algo más, algo más oscuro que una simple tormenta. 

En el sanatorio, el enfermero jefe de la recepción no me permitió ver a ninguno de los recién internados. Todo parecía estar muy ajetreado. Pese a lo mucho que insistí, parecía que iba a ser imposible cuando de pronto se fijó en el maletín médico que siempre llevo conmigo para realizar facilitar unos primeros auxilios a mis compañeros. Me preguntó si era médico y por supuesto afirmé que sí, al parecer el desastre les había producido una carencia de sanitarios. El enfermero, ahora mucho más cordial, me condujo hacia el responsable del centro, el doctor Robert Weber.

El doctor Weber se mostró amable con un compañero de oficio y me informó sobre los síntomas que padecían los pacientes, pidiéndome mi opinión profesional. Pese a que realmente no soy médico, y no creo que mi opinión le sirviera para mucho, soy excelente haciéndome pasar por uno. Fácilmente logré improvisar algo y salir de allí con la información que necesitaba para la investigación.

Por lo que pude sacar en claro, que no fue mucho, todos los pacientes padecían síntomas de histeria, farfullan que vieron “algo con garras” y la más mínima ráfaga de aire les puede llegar a provocar una grave crisis nerviosa. Parecía un patrón. 

Me reuní con mi mermado grupo, esta vez estaba formado por Tachenko, Harvey y el ya mencionado Doc, y les puse al corriente. Entre todos decidimos que debíamos ir a ver a los compañeros del profesor el lunes en la universidad. Hecho esto, ellos marcharon a tomar algo y yo me volví a casa, reflexionando sobre qué podía ser aquel ser que había provocado la destrucción de un barrio entero.

Hay veces que pienso que todo aquel que se relaciona con nosotros ha de tener un fatídico final. ¿Es el mero hecho de vincularse con nosotros aquel que lo causa, o es la esfera en la que nos movemos aquella que nos une a la gente que está destinada a perecer de tan horrible forma?

¿Había sido el propio doctor quien habría encontrado su fin o habíamos sido nosotros culpables de su desgraciado destino?

Lunes 26 de noviembre de 1923

A primera hora de la mañana nos dirigimos hacia la universidad de Miskatonic preguntando por el Profesor Samuel Gobson. Nos recibió su secretaria en su despacho, que dijo que el buen doctor, que se encontraba desaparecido, le había dejado una caja con ciertas pertenencias y dado instrucciones de dárselas a Doc cuando fuera allí.

En la caja se encontraba el diario de Gobson. Rápidamente me hice con el cuaderno y fui directamente a las últimas páginas. En el diario contaba que se encontraba realizando unas excavaciones en los alrededores del pueblo de Huntington, cerca de Buffalo y Hunninqton. El día 21 de ese mismo mes habían comenzado las excavaciones y apenas tardaron en lograr un gran hallazgo. Un día más tarde el profesor regresó a Arkham, hizo una serie de comprobaciones, consultó algunos libros en la biblioteca de la Universidad e hizo una serie de llamadas desde su despacho.

Tras despedirnos de la secretaria, fuimos a la biblioteca de la universidad, donde pedimos consultar los libros que había consultado el doctor. El bibliotecario Jeremías Marsh, no nos lo permitió en un principio, afirmando que esos libros pertenecen a la sección 240 BL que no puede ser consultada por cualquiera. Sin embargo, Doc, gracias a su carné de estudiante, logró convencer al viejo, que nos informó sobre los libros que el doctor había consultado. 

Entre los tres tomos, el más relevante era Mitos y leyendas iroquesas, que guardaba un interesante pasaje entre las hojas. Se trataba de una leyenda iroquesa que hablaba de una puerta de piedra, una montaña sagrada y una Bestia. La Bestia acechaba en el rugir del viento y la única forma de encerrarla era recitar un cántico y sacrificar un animal al Gran Espíritu, solo así la Bestia quedaría encerrada bajo las puertas de piedra. Pero la puerta debía permanecer enterrada bajo tierra, o la Bestia sería liberada.

Harvey y yo cruzamos una mirada de reconocimiento. La Bestia a la que se referían los iroqueses no era una criatura cualquiera. Muchas veces habían mencionado mis libros al Primigenio Ithaqua, el que camina con el viento. Un ser tan viejo como el mismo mundo, un dios tan poderoso que podría acabar con todo lo que conocemos.

El profesor lo había liberado con sus excavaciones y ahora Ithaqua estaba libre por la tierra, lo que parecía explicar los extraños fenómenos meteorológicos que estaban aconteciendo. Pero todo esto podía ir a peor, lo sentía. Ithaqua debía ser encerrado de nuevo o las consecuencias podrían ser fatales.

Sin marcharnos de la universidad, decidimos colarnos en el despacho de Gobson, donde encontramos la agenda del doctor y un mapa de la zona en la que se estaban llevando a cabo las excavaciones. En su agenda tenía una cita hoy a las 20:00 en el número 25 de Boundary Street. También hallamos allí una tarjeta de visita de un tal “Profesor Phileas Thothgaum” y su dirección.

Primero decidimos ir a Boundary Street a la hora prevista y descubrimos que el número 25 de dicha calle era una vieja librería. Su dueño, Jacob Stromberg, confirmó que el señor Gobson vino a verle con un papel con símbolos extraños por si conocía a alguien que pudiera descifrarlos. Él le recomendó al filólogo Phileas Thothgaum, pero se quedó con una copia de los símbolos. También afirmó que había encontrado un libro que podía ser de mucha ayuda para descifrar los signos: Comentarios a la obra de John Dee. Por supuesto, el judío sólo aceptó desprenderse de ambos por una importante suma que nos vimos obligados a pagar.

El libro contenía algo que identificaba como las runas mágicas de Nug-Soth, muy similares a los símbolos que el profesor dibujó procedentes de la tumba de piedra.

Una vez con el libro y la copia de las escrituras en nuestro poder, fuimos al domicilio de Phileas, que nos dijo que gracias al libro podría ser capaz de descifrar los pictogramas. Sin embargo, le llevaría un tiempo.

Urgiéndole, pues era un asunto de vital importancia, el profesor dijo que se daría prisa.

Martes 27 de noviembre de 1923

Durante todo el día siguiente se produjeron por todo el país tormentas repentinas, durante las cuales desaparecía gente tragada por el viento y aparecía, días después, horriblemente mutilada. Algunas pequeñas poblaciones de interior fueron prácticamente destruidas.

Llamé al profesor y este nos informó de que todavía no había logrado descifrarlo. Me pidió paciencia y colgó. ¿Paciencia? ¿El destino de un mundo depende de mí y es paciencia lo que debo tener? Me cuesta creer que haya podido mantener la cordura tanto tiempo.

Miércoles 28 de noviembre de 1923

Finalmente, Phileas nos telefoneó, histérico, a la 1 de la madrugada del miércoles. Había descifrado la inscripción. El texto era una advertencia: debíamos cerrar la puerta al viento. Si la Bestia estaba más de una semana libre nunca más podría ser encerrado, y su poder sería tal como para destruir la tierra.

Nada más hacer cuentas tuve que reprimir un grito. Las excavaciones habían comenzado el día 21. El plazo se cumplía hoy. Teníamos veintitrés horas para volver a encerrar a Ithaqua y evitar la destrucción del mundo.

Fuimos Tachenko, Doc y yo quienes fuimos directamente al aeródromo. Nada más sonar el teléfono, Harvey se había esfumado, y no podíamos perder tiempo buscando al condenado borracho. Era muy tarde, de madrugada, cuando llegamos aeródromo. El piloto se mostró reticente ante la idea de llevarnos, de noche, hasta Nueva York, sobre todo con el tiempo tan alocado últimamente. No obstante, cierto es que le pagamos bien e incluso aceptó llevar a Doc en la bodeguilla. Apenas fuimos capaces de disuadir a Tachenko de llevarse su ametralladora. La pesada arma probablemente hubiera desestabilizado la avioneta. En su lugar se llevó la espada de Paracelso que había adquirido en la subasta de la casa Ausperg.

Llegamos a Nueva York a las 14:00 y desde allí cogimos un taxi hasta Hunninqton. Cuanto más nos aproximábamos a la zona de las excavaciones, más complicado era avanzar debido a las ráfagas huracanadas de viento. Pasamos además por un pueblo en ruinas. No costaba mucho imaginar al viento como fuente de la desgracia de aquel pequeño municipio.

A dos kilómetros de nuestro destino el taxista dio la vuelta y se marchó, por lo que tuvimos que recorrer el resto a pie. Allí el rastro del Primigenio era más obvio que nunca. Árboles arrancados, animales destrozadas, un violento vendaval… Y en mitad de todo ello, lo que podría ser el ojo del huracán, vimos una montaña intacta. Un lugar en el que no sopla el viento. Al instante me vino en la cabeza la montaña sagrada de los iroqueses de la que hablaba la leyenda y nos encaminamos con dificultades hacia allí.

En la montaña nos esperaba un anciano indio. Su nombre era Águila Blanca y nos dijo que era el último de su tribu, aquel que se había quedado para luchar contra la Bestia. Para encerrar al monstruo debíamos adentrarnos en el interior y ofrecer un alce de piedra en la cueva mientras él recitaba el cántico que encerraría a Ithaqua.

Entramos, con armas y linternas en ristre, apuntando a toda sombra que pudiera parecer sospechosa. Conforme nos adentrábamos en la oscuridad fuimos viendo cada vez más relieves extraños, tal y como Gobson los había dibujado.

La cueva se ensanchó para dar lugar a una amplia caverna que continuaba más allá, hacia la oscuridad. Cruzábamos esta curiosa amplitud de la gruta cuando escuchamos un grito estremecedor y un sonido de algo desgarrando la tierra. Del suelo surgieron, rodeándonos, ocho horribles esqueletos que corrieron a atacarnos con ávidos dedos óseos.

Tachenko cargó contra ellos con la espada por delante y Doc y yo abrimos fuego contra tales horrores, reduciéndolos a astillas. Lamentablemente, uno me alcanzó en el combate por lo que fui herido de levedad.

Continuamos en la caverna y pudimos ver que esta terminaba en un altar de piedra. Tachenko se puso rígido de pronto y nos contó que Águila Blanca estaba hablando en su cabeza. Poco después el indio apareció tras nosotros y dejó la ofrenda en el altar, comenzando su cántico sagrado.

Mientras el iroqués salmodiaba, Doc me apuntó con su escopeta. Apenas tuve tiempo de reaccionar cuando vi que no era mi amigo quien me estaba apuntando: algo había tomado posesión de él. Afortunadamente, Tachenko fue más rápido que yo y placó a Doc, sacándole de su sopor y mandando su escopeta lejos de él.

Escuchamos entonces un rugido de furia y desesperación, acompañado de un viento terrible que penetró en la tumba. A continuación, la tierra se abrió, tragándose a Águila Blanca, y la cueva entera comenzó a derrumbarse.

Por puro milagro conseguimos salir los tres con vida de aquel dantesco final. Ithaqua volvía a estar prisionero. Pero si alguna vez volviera, si la puerta de piedra volviera a desenterrase… La bestia volvería y no habría nadie para impedirlo.

Cuando nosotros ya no estemos, ¿quién se encargará de cerrar la puerta al viento?


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