jueves, 21 de marzo de 2019

Diario de J. S. Freud - Llamada de Cthulhu, parte 1



¿Quién está loco y quién no? ¿Qué es la locura?

A mis treinta años aún no he sido capaz de definir esa palabra. En cambio, cuanto más lo pienso, más indescifrable me resulta. Y es que la naturaleza humana es infinitamente inferior al conocimiento verdadero. Mientras nos creemos capaces de poder resolver cualquier misterio, sólo podemos percibir un atisbo de aquello que aguarda, durmiente, en los oscuros rincones de la Tierra.
Temo el conocimiento espantoso que aguardan las páginas de este libro profano, este libro que siempre debió permanecer sellado. Sin embargo, algo me empuja a seguir leyendo. Tengo la vana esperanza que entre los abismos de locura haya algo a lo que aferrarse, una forma de combatirlo.
Mi nombre es Jack Sigmund Freud y ahora que empiezo a vislumbrar un atisbo de la verdad, he llegado a la maligna conclusión de que puede que todos seamos dementes. Este es un mundo de locos.
Pero para que podáis comprenderme, debo remontarme al día en que mi mundo cambió y me sumergió en esta espiral de demencia infinita, en la que yo, de forma inocente, caí como un ingenuo.
Todo comenzó con una llamada…



LA FIESTA

Sábado 18 de octubre de 1922

Me encontraba en mi consulta de Boston cuando sonó mi teléfono. Me sorprendió escuchar al otro lado de la línea a mi viejo amigo Allan Frost, un bróker de Boston con el que había trabado amistad años atrás. Hasta el momento, nunca había dejado de lamentar que se hubiera marchado a Nueva Orleans tras la muerte de su padre.
Allan no tardó en mostrar su gratitud al hablar conmigo y, cordialmente, me invitó a una fiesta en la Mansión Terrify en la 21 con la 6ª en Boston.
Acepté sin dudarlo. Tenía ganas de hablar con el viejo Frost. Había pasado lustros sin tener noticias suyas.

Viernes 19 de octubre de 1922

La invitación llegó esa misma mañana, cubierta de florituras, caligrafía elegante y un caro perfume. Ante mi asombro por la poca antelación, la fiesta quedó fijada para el martes 21 de octubre.
Ojalá hubiera sabido lo que sé ahora y hubiera reducido a cenizas esa invitación, maldiciendo la memoria del condenado Allan Frost.

Martes 21 de octubre de 1922

A la hora indicada, me dirigí a la fiesta con mi chófer en mi vehículo particular, un Cadillac tipo 55 que había adquirido hacía unos meses por una importante suma. Le dije al chófer que aparcara y me esperara hasta que saliera de la fiesta y entré, engalanado con mi traje de seda y con la seguridad que da el peso de un arma en la cartuchera.
Una vez en la fiesta, tomé algo de bebida y aperitivos. Como esperaba, todo era sumamente elegante, si bien algunos invitados llamaban poderosamente la atención. Entre estos se encontraba Bertrand Joseph, mentor de Allan, con el que charlé tranquilamente tras ser saludado por el anfitrión.
Sin embargo, apenas pude mantener unas palabras con Frost antes de que subiera de nuevo las escaleras que daban a sus habitaciones. Tras saludar indiferentemente a los recién llegados uno por uno, incluyéndome a mí, se disculpó educadamente y desapareció del salón.
Estaba intrigado por aquello que mantenía ocupado a mi anfitrión en el piso superior, pero tal vez por educación o tal vez por instinto, mantuve la boca cerrada.
No sólo eso hacía que la fiesta resultara sospechosa y mi inquietud se incrementara a cada minuto. También la abundancia de personal de seguridad daba un toque oscuro a la fiesta. Hombres curtidos, vestidos de negro y seguramente armados esperaban en cada rincón. Encontré poco convincente la idea de que fuera por simple seguridad.
Meditando, me dirigía al baño cuando una mujer chocó “accidentalmente” conmigo. No me pasó desapercibido el rápido movimiento con el que metió en mi bolsillo un pequeño papel, pero cuando quise preguntar, ella ya había murmurado una rápida disculpa y había entrado en el baño de mujeres, fuera del alcance de mis palabras.
En ese momento no puedo negarlo, me emocioné. Fui hasta el pasillo donde se bifurcaban ambos baños y en la puerta del baño de hombres leí la nota, que escrita en una caligrafía apresurada, rezaba: “Márchese de aquí inmediatamente. No pregunte”.
Sin dejarme alterar, cogí mi estilográfica, escribí mi contestación en el dorso de la nota y la dejé en la puerta del baño de mujeres. Entré al baño de hombres, pendiente de ver a la misteriosa desconocida cuando saliera del baño.
En el sanitario conocí a otro de los curiosos invitados de Frost, un ex militar ruso que compartía mis sospechas acerca de la fiesta. Ya que no parecía hostil y se encontraba en la misma situación de incertidumbre que yo, le ofrecí colaborar para desentrañar el misterio y, si la cosa se torcía, poder cubrirnos las espaldas el uno al otro. Su nombre era Tachenko.
Cuando salimos del baño, me encontré con la mujer de antes, que rápidamente me metió en el baño de señoras, sumamente nerviosa.
Su nombre era Sara Baker, la secretaria del señor Frost. La calmé como pude, pero poco parecían importarle mis palabras. Habló de una especie de ritual que Frost estaba preparando e insistía en que todos teníamos que salir de allí.
Me aseguró que en realidad yo no conocía al señor Frost. Seguro que si me esforzaba no recordaba nada de él, sólo creía recordarlo. Yo no quise darle crédito, pero al reflexionarlo fríamente supe que era cierto. No lo conocía, aunque había creído conocerlo. ¿Cómo era eso posible?
Demonios, debí haberle hecho caso entonces, haber buscado al chófer y haber salido de allí sin volver atrás. Fui un ingenuo.
Finalmente, Frost salió de su madriguera y propuso un brindis en honor a Bertrand, su amadísimo mentor. A unos pocos se les pasó por la cabeza el no confiar en la bebida que nos daban, y yo no fui uno de ellos, así que bebí sin sospecha y a los pocos minutos caí al suelo, sumamente fatigado y luchando por no perder el control de mí mismo. Vi a mi alrededor como los invitados y los miembros del servicio se desplomaban de igual modo. La bebida estaba envenenada.
Mientras luchaba por no dormirme, vi como algunos de los presentes en la sala desenfundaban sus armas. Rápidamente comenzó un tiroteo entre un hombre italiano, al que previamente había visto intentar acceder al piso de arriba, y los vigilantes de seguridad. Ya que estos no se hallaban en el suelo, supuse que no habían sido envenenados. Maldije mi suerte y mientras me incorporaba busqué a Tachenko, pero no lo encontré.
El resto de los acontecimientos sucedieron rápidamente y con poca claridad para mis sentidos adormecidos. En tan solo un instante, vi como una mujer se incorporaba y disparaba su arma hacia los de seguridad, el italiano acababa con su contrincante y una tremenda explosión hacía vibrar los ventanales. En una escena más propia de ficción que de realidad, Tachenko apareció en el salón armado con una enorme ametralladora, a su espalda una rugiente explosión de fuego.
Supongo que ese fue el plus que necesitaba, porque me sobrepuse al somnífero y desenvainé mi arma.
Entre todos logramos acabar con el último vigilante de seguridad y nos abalanzamos contra las escaleras, enfurecidos, en busca de Frost. De una patada derribamos la puerta de su habitación con las armas en ristre y preparados para descubrir un sobrecogedor espectáculo.
Sobre la cama se hallaban dos seres espantosos, humanoides necrófagos. Deformes criaturas que se estaban dando un copioso festín con los restos de un miembro del servicio. Una vez derribamos la puerta se giraron hacia nosotros con sus malignos ojos brillando.
Fácilmente logré sobreponerme a la visión de estos horribles “ghules” y abrí fuego contra ellos. Desgraciadamente, fallé. Desconozco qué habría sido de la señorita y de mí si Tachenko y el italiano no se hubieran encontrado con nosotros.
Versados en las armas de fuego, aniquilaron a las infernales criaturas en apenas un parpadeo. Con la adrenalina restante no me dejé amedrentar por los espantosos cadáveres y busqué signos de la presencia de Frost en la habitación. En lugar de ello, nos tuvimos que conformar con una especie de manuscrito, que en un primer vistazo pude datar entre unos mil y dos mil años.
Antes de que pudiera comenzar a descifrar el manuscrito, escuchamos el sonido de un coche saliendo a toda prisa de la mansión y posteriores sirenas de policía que se acercaban, por lo que decidimos salir de allí a toda prisa.
Mi maldito chófer se había marchado, así que Tachenko se ofreció para llevarme a casa. Una vez en la seguridad de mi morada, pude descifrar el manuscrito de Frost, que hablaba de una especie de sacrificio colectivo como ofrenda a una deidad sin nombre.

Miércoles 22 de octubre de 1922

Esa mañana recibí una llamada de Sara Baker, la secretaria del señor Frost, que me había advertido sobre la fiesta. No me dio muchas explicaciones, simplemente me citó en una cafetería ese mismo día por la tarde.
Cuando acudí, no me sorprendí demasiado al descubrir allí a Tachenko y a la señorita Jefferson, la invitada que se nos había unido en la fiesta y nos había acompañado a las habitaciones de Frost el día anterior. La mujer resultaba ser periodista.
También se encontraba allí el italiano, Tony Corleone, en cuya profesión no he creído conveniente indagar demasiado.
Baker nos contó que al salir con vida de la mansión Terrify habíamos llamado su atención y la de la Sociedad Enigma, una agencia dedicada a investigar sucesos paranormales como el que acabábamos de vivir. La Sociedad Enigma no nos proporcionaría información, tan sólo casos que quería que investiguemos y solucionáramos a cambio de sumas de dinero, todo de forma muy discreta, ya que no es apto para la mente de todo ser humano aquello que se oculta en las tinieblas.
Por supuesto que acepté, y volvería a hacerlo. Todos lo hicimos. Una vez había entrado en contacto con este mundo no había vuelta atrás. Sólo en las entrañas de la oscuridad se encuentra la luz del conocimiento.
Poca fue la información que Baker estuvo dispuesta a revelar. Tan solo que la sociedad tenía su sede en Arkham, donde también encontraríamos nuestra nueva residencia, y que recibía fondos de un acaudalado e importante mecenas.

Jueves 23 de octubre de 1922

Baker nos citó en un bufete de abogados en Arkham donde se nos presentó Michael Moore, un intermediario entre la Sociedad Enigma y las leyes, pero para nosotros simplemente era la persona que nos encargaría los casos.
Al salir de la reunión con Moore, acordé con Tachenko despedir a mi chófer actual y contratarlo a él en su lugar. Prefería rodearme en mi ambiente de trabajo de hombres capaces y diestros, y el ruso, si bien algo rudo, había demostrado serlo con creces. 

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