domingo, 3 de marzo de 2019

Estanterías vacías





Horror vacui

Nada más entrar mi corazón se hizo pedazos. Mi habitación, antaño repleta de magnas obras de ilustres literatos como Lorca, Unamuno, Machado, Reverte, Dumas, Stoker, Shelley... estaba ahora vacía de todo ese conocimiento, de toda esa literatura, de todo ese arte.

Herido. Ultrajado. Estupefacto.

Dejé caer las maletas en el suelo de golpe, con los ojos desorbitados y una diástole infinita en mi pecho. Quise llorar pero no me quedaba corazón para hacerlo. Fue entonces cuando murió parte de mi alma.

Mis libros estaban en cajas. Anodinas cajas de cartón encerrando saber y sentimientos a raudales. Un féretro de cartón para mis hijos de papel.

Las cajas apenas podían cerrarse. Quiero pensar que mi colección luchaba por escapar de su encierro. Quiero pensar que sus figuras literarias, sus pasiones, su retórica, su cultura y su nostalgia son lo suficientemente fuertes. Que nadie hará callar su clamoroso grito de libertad.

Pero no, han sido vencidos. Yacen unos sobre otros sin rebelarse y sin luchar. Ciegos, mudos y sordos. Su vibrante voz ha sido silenciada.

¿Y ahora? Ahora solo hay madera desnuda cogiendo polvo en el lugar donde antes se hallaba mi magnífica biblioteca.

Cierro los ojos y escapo hacia mis más profundos pensamientos.

Y recuerdo. Recuerdo que antaño cuando entraba en mis dominios nunca me sentía solo.

Conmigo en mi refugio había personas y personalidades. Grandes y sonrientes autores que  hablaban a través de su letra impresa en negro sobre blanco. Con esos amigos he vivido muchas cosas. He llorado, he reído, me he emocionado, me he sorprendido y he pasado miedo.

En mis dominios también había televisión y consola, ordenador y teléfono móvil. Es cierto que los había y también pasaba tiempo con ellos. Pero nunca serían sustitutos. Porque ante todo mi habitación era una biblioteca, yo vivía y dormía rodeado de libros. Todo tipo de tomos, distintas temáticas, autores y colores, pero libros al fin y al cabo.

Cuando estudiaba, dando vueltas por mi habitación, y me aburría solía fijar mi mirada en todos los títulos, los que había leído y los que no. La mayoría de las veces escogía uno cualquiera y disfrutaba pasando las hojas sin leer, sintiendo su tacto, su olor y su textura. Leía y releía mis páginas favoritas en voz alta y baja. Escapaba de la cruel realidad sumergiéndome en un mundo de ficción y de leyenda.

Era un momento tan íntimo como un beso en una estación, como la caricia a un amante, o como una última mirada a aquello que amas.  

Mi padre siempre acostumbró a leerme libros desde la cuna, no es exagerado decir que me crié con unos, maduré con otros y crecí con todos ellos. Y es que todos ellos eran importantes. Desde aquellos que todavía deseaba leer, hasta los que simplemente decoraban mis estantes. Libros de abuelos, tíos, padres y amigos. Libros más nuevos, más viejos o recién estrenados. Libros queridos, libros amados y libros despechados. Libros al fin y al cabo. Mucho más que un simple taco de páginas. Una forma de vida, un torrente de sentimientos, un nuevo mundo.

Un mundo que me ha sido arrebatado.


Cuando volví todo había cambiado. Mis hijos de papel habían sobrevivido ya a una tala antes de nacer, ¿por qué debían sufrir otra de nuevo? ¿Cuál es su culpa?

Duele, claro que duele.

El amor que he perdido ha sido tan real como ningún otro. Un amor distinto, pero tan auténtico como cualquiera. Un primer amor que jamás podré olvidar.

Los quería como si fueran mis hijos. Sí, es cierto que yo no fui su padre. Sí, es cierto que hay muchos más ejemplares por el mundo. Pero para mí eran únicos y especiales. Los cuidaba y mimaba, los limpiaba y ordenaba, los abría y me sumergía en ellos. Eran mi vida.

El que llamaba mi estante de honor ha sido revuelto, el orden de mis obras predilectas contorsionado. Su flexible fragilidad rota por manos torpes e ingenuas. ¿A qué inhumano ser antilector se le habría ocurrido colocar la literatura fantástica junto a la novela negra? ¿Qué clase de monstruo es el culpable de tal desorden en la que es verdadera raíz de mi personalidad?

Un profesor mío dijo una vez que la palabra de un legislador bastaba para reducir a cenizas bibliotecas enteras. Esta vez no han hecho falta ni palabras ni legisladores.

451 grados Fahrenheit es la temperatura a la que comienza a arder el papel. Sin embargo, esta vez no han hecho falta ni distopías, ni llamas para matar mis libros.

No, el culpable es aquel que asesina reyes y destruye grandes imperios. Aquel que es tan intangible e incontrolable como el viento. Aquel cuyo paso nunca es en balde. Aquel al que siempre debemos rendir cuentas.

Aquel que pasa también por mi alma, por mi habitación y por los libros que la ocupan.

Tiempo.

El que ha matado al arte y a la razón. El que la ha despojado de sus floridas vestimentas y dejado desnuda e indefensa. El homicida de mis amados retoños.

Pero, ¿están realmente muertos?

Es una buena pregunta. ¿Acaso no viven dentro de mí? ¿Acaso no viven en mi personalidad, en mi imaginación, en mis recuerdos y en mis escritos? ¿Acaso no siguen vivos a través de mi literatura?

Es posible.

Pero entonces, ¿qué es lo que ha perdido mi alma? ¿Por qué me siento tan vacío?

Tan vacío como la madera desnuda de las que antes eran mis estanterías. 

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