martes, 23 de junio de 2020

Diario de J. S. Freud - Llamada de Cthulhu, parte 4


EL CUBO RESPLANDECIENTE

 

Cuando vi la siniestra y rizada neblina blanca que surgía del cubo, comprendí que algo iba mal.
"Cuando vi la siniestra y rizada neblina blanca que surgía del cubo, comprendí que algo iba mal."

Música de ambientación lovecraftiana

No puedo evitar que mis continuos escalofríos hagan temblar la pluma. Todavía me encuentro muy débil; mi cuerpo sana poco a poco, pero sospecho que mi mente jamás logrará recuperarse. Mis más oscuros temores imaginados se hacen ciertos ahora y a mi alrededor el mundo se desmorona. ¿Cuánto tardará la cordura que me queda en desaparecer a su vez?

Debo mantener la compostura, no por mí, sino por todos los que confían en mí, para descubrir a qué nos enfrentamos. Temo no poder estar a la altura, pero si alguien puede hacerlo, debo ser yo. No puedo exponer a mis compañeros a un horror semejante. Ellos ya han pagado demasiado. Yo debo cargar con ese peso.

Todavía escucho en mis peores pesadillas ese silbido obsesivo y musical: ¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!

Sábado 19 de mayo de 1923

Los dos meses siguientes al último caso me había propuesto aprender francés, ya que dos de los libros que más ansiaba leer se encontraban en ese idioma, hasta ahora indescifrable para mí. Desafortunadamente, la lengua gala no era dominada por ninguno de los miembros de mi grupo, por lo que tuve que apuntarme a una academia para aprender con rapidez. Mis progresos no fueron tan rápidos como quisiera y no tuve tiempo ni de ojear aquellos libros que sí estaban en mi lengua materna.

De hecho, me encontraba repasando mis apuntes cuando Corleone vino a verme y me avisó de que había un hombre en la puerta preguntando por el equipo de Freud. Entre curioso y halagado, hice pasar al hombre que se presentó como Joyce Rockfort.

Recomendado por nuestro abogado Michael Moore, el señor Rockfort había venido a nosotros para encargarnos un trabajo, corriéndose la voz ya de nuestra fama a la hora de investigar casos paranormales que escapan a la ciencia.

El señor Rockfort nos habló de una casa que poseía a las afueras de Kinsport, cerca de la costa, en la que se escuchaban ruidos extraños provenientes del sótano. Sin embargo, cada vez que bajaba allí, los ruidos desaparecían y se veía obligado a desistir de buscar su origen. Le hice varias preguntas acerca de la casa, pero no supo decirme mucho. Nuestro cliente había dejado de vivir allí hacía cinco años, y la casa había sido una herencia familiar.

Tras consultarlo con el resto de los miembros del grupo, aceptamos el caso y Rockfort nos dio las indicaciones para llegar a la casa además de su propia llave. Cuando propusieron avisar al estudiante, no me atreví a oponerme. Doc podría resultar útil, pero ya dije lo que pienso acerca de que alguien tan joven y lleno de vida tenga que enfrentarse a lo que nosotros nos enfrentamos. Él cree que lo desprecio, quizá piense que lo odio. Supongo que es mejor así si se aleja de nosotros. Aquí solo hay locura y desesperación.

Para aprovechar el tiempo decidimos dividirnos; Jefferson y yo fuimos a las bibliotecas de Arkham y la Universidad Miskatonic respectivamente para buscar información sobre la casa y el apellido Rockfort, mientras que el resto viajaron a Kingsport para preguntar en la policía, registro civil, etc.

Los resultados fueron lamentables. No obtuvimos ninguna información de validez ni en Arkham ni en Kingsport. La casa y su dueño eran un completo misterio. Quizá la escasez de información era incluso alarmante.

Entrada la tarde, nos reunimos el grupo entero a las afueras de la casa. Un primer vistazo a los alrededores no reveló nada extremadamente relevante. La casa se hallaba encima de un acantilado. Abajo, las olas chocaban con furia contra las rocas, cubriéndolas de burbujeante espuma de mar. La casa parecía bastante humilde, poco que ver con la barroca mansión Corbitt (la cual consideraba un precedente a este caso).

Entramos por la puerta principal con la llave de Rockfort y fuimos abriendo habitaciones a nuestro paso. La mayor parte de nosotros no llevaba las armas encima, así que sólo teníamos pensado explorar la parte de arriba del domicilio y volver al día siguiente plenamente equipados. Por así decirlo, era nuestra toma de contacto.

En un primer momento no encontramos nada fuera de lo normal. La casa era bastante luminosa, pero los muebles estaban cubiertos de polvo. Se notaba que nadie había vivido allí en años. Fue ya en el estudio cuando, rebuscando en una estantería, encontré media docena de libros ocultos y tratados de historia antigua, biología y antropología que no pude resistirme a ojear mientras el resto de mis compañeros seguían explorando la parte de arriba de la casa.

Con curiosidad, me percaté de que el punto en común de los libros era que hablaban sobre una especie subacuática hasta ahora desconocida por mí. Decidí llevármelos para estudiarlos tranquilamente en Arkham con el objetivo de extraer alguna información de utilidad.

Mientras tanto, mis compañeros entraron en una habitación vacía en la que encontraron unas viejas argollas de hierro con sangre ya seca. Tony decidió poner allí un cepo de oso (siguiendo su propia lógica que no me pararé a analizar) y Doc se percató de que había varias cabezas de ciervo disecadas por toda la casa. Este hecho no me habría parecido extraño si no fuera porque el estudiante de medicina alegó que los animales tenían algo raro. La forma de su cabeza y de sus ojos no era correcta, no pertenecían a ninguna especie de venado conocida.

Una vez explorada toda la planta de arriba sólo quedaba el camino hacia el sótano, pero no teníamos equipo de linternas, armamento adecuado, cuerda y otros pertrechos. 

Era por esta razón que discutíamos si volver a Arkham y, una vez equipados apropiadamente, volver al día siguiente, cuando unos cánticos rituales surgieron del sótano, reverberando por toda la casa. Contuve un escalofrío. Debíamos salir de allí antes de que esas profanas palabras hicieran mella en nuestro espíritu.

Ya en Arkham, reunidos todos, propuse a mis compañeros taparnos los oídos con cera para evitar escuchar los cánticos, así como los marineros de Odiseo hicieron con las sirenas. A la mayoría les pareció una idea lógica, y Tachenko nos explicó algo de jerga gestual militar para poder comunicarnos cuando tuviéramos la cera en los oídos.

Tras esto, comencé a estudiar los libros que habíamos traído de la casa, y Doc se ofreció a ayudarme para acelerar el trabajo. Los libros no nos dieron tanta información como me habría gustado. Igualmente contenían información sobre una especie bastante desarrollada intelectual y socialmente, antropomórfica y subacuática, probablemente de naturaleza híbrida. También mencionaba el oscuro nombre de “Dagón”, pero no me quedaba claro si era considerado un deidad de estos seres o un ejemplar particularmente grande de la especie.

Domingo 20 de mayo de 1923

A la mañana siguiente madrugué por pura expectación. Creo que todos lo hicimos. Estaba ansioso por explorar la casa y desentrañar el secreto del sótano. Haciendo los preparativos, cogí una vela y, con la ayuda de mi navaja, corté la cera suficiente. Una vez hecho, lo repartí entre mis compañeros. Cogimos las armas y volvimos a la misteriosa casa. Antes de descender al sótano, por el que ya no se escuchaban cánticos, volvimos a mirar en la habitación donde Tony puso el cepo. Para su decepción, nadie había caído en la trampa.

Sin alargarlo más, bajamos al sótano. Yo, como siempre, cubría la retaguardia con mi arma y mi linterna en ristre. En el sótano vimos varias estanterías viejas y polvorientas sin nada de valor. Una búsqueda concienzuda reveló una trampilla bajo la cual encontramos una pesada losa. Tony, Doc y Tachenko (mayoritariamente este último) consiguieron alzarla, no sin grandes dificultades. Debajo de la losa se extendía un largo túnel que descendía en línea recta hacia la oscuridad. El único modo de descender era por una escalera de mano hecha de madera que a ninguno nos dio excesiva confianza.

Una vez bajamos por el túnel, vimos que daba lugar a unas cavernas de piedra desnuda con varias estalagmitas y estalactitas. La roca estaba fresca, lo que confirmó mis sospechas de que nos encontrábamos bajo el acantilado, cerca del nivel del mar.

Explorando las cavernas, con armas y linternas en mano, vimos un altar de piedra. Me acerqué y pude ver bajorrelieves que representaban a la especie de la que hablaban los libros haciendo diversas tareas. Me habría gustado llevar un cuaderno donde copiar los dibujos o que Jefferson los hubiera fotografiado para su posterior estudio. Estoy seguro de que podrían revelarnos información más que interesante acerca de dicha especie acuática.

Explorando otro pasillo que daba lugar a otra caverna menos espaciosa, vimos otro altar con los mismos grabados y una estatua del que reconocí como Dagón.

Volvimos a la caverna a la que bajaba el túnel. Debíamos de haber descendido al nivel del mar, pues esta caverna tenía una gran charca que seguramente comunicara con el mismo. No obstante, no me atreví a probar lo salado de sus aguas, puesto que su quietud me provocaba una sensación de desasosiego tal que no me permitía acercarme.

Mis compañeros encontraron un túnel sumamente inclinado que descendía todavía más en las profundidades. Al intentar apearme resbalé y no pude mantener el equilibrio, por lo que me despeñé túnel abajo arrastrando a Tony y Tachenko, que iban delante de mí. Gracias a Dios, ninguno sufrimos daños y nos quitamos de encima la copiosa tarea de bajar cuidadosamente.

Fue ya en esta caverna donde descubrimos un nuevo altar de piedra y, sobre él, un cubo. Pero este no era un cubo normal. Tras un primer examen tuve que contener un escalofrío. Su extraña geometría no era euclidiana. Resplandecía de forma verdosa atrayendo nuestras miradas y flotaba un par de centímetros por encima de la piedra. ¡Santo Dios, el cubo flotaba!

Me acerqué al altar para examinarlo y me percaté de que los grabados no eran iguales que en el resto. Estos bajorrelieves mostraban escenas del cubo: el cubo y varios planetas conocidos y desconocidos, el cubo y la especie de las profundidades… Llegué a la conclusión de que debía ser un importante objeto ritual de esta especie desconocida.

El italiano intentó cogerlo, pero nada más tocarlo quitó la mano como si la gema quemara y nos dijo que estaba mortalmente frío. Por mi parte, me encontraba absorto estudiando los grabados del altar cuando Corleone nos llamó la atención por señas y nos indicó que mirásemos hacia la entrada de la cueva. Allí se encontraban, a la carrera, una nutrida manada de estos seres pez.

Creo que su color predominante era un verde grisáceo, aunque tenían un abdomen blanquecino. Eran brillantes y resbaladizos, pero su espina dorsal era escamosa. Sus formas eran vagamente antropoides, mientras que su cabeza era de pez, con prodigiosos ojos grandes y saltones que nunca cerraban. Al lado del cuello tenían agallas palpitantes, y sus largas zarpas poseían membranas interdigitales. Andaban de forma irregular, a veces erguidos y a veces en cuatro patas. Estaba, de alguna forma, alegre de que no tuvieran más de cuatro extremidades. Sus voces croantes, aullantes, claramente usadas para articular el habla, poseían todos los matices de expresión que le faltaba a sus caras.

Casi nos alcanzaban, ya que al tener cera en los oídos no los habíamos escuchado llegar. Tan pronto como pude, abrí fuego contra los que iban más adelantados. Mis compañeros me siguieron y en un par de segundos todos los profundos excepto uno cayeron, muertos. El profundo restante se batió en retirada al ver como sus compañeros caían, y fue abatido por un tiro de la escopeta de Corleone.

Una vez aniquilada la horda, Tony me preguntó acerca del cubo y yo mostré mi desconcierto. Decidimos que era un objeto interesante para llevarlo de vuelta a Arkham, así que Tony se quitó la gabardina y cogió el cubo con ella, evitando así el contacto directo.

Parece ser que no funcionó, pues nada más agarrar el artefacto comenzó a gritar aterrado, soltó la linterna y se fue corriendo en dirección al túnel del que habíamos salido.

Doc fue corriendo tras él y Jefferson cogió el cubo, que había rodado hasta quedar al descubierto fuera de la gabardina. Cuando cogió el cubo abrió mucho los ojos y ahogó una mueca, pero consiguió mantener la compostura. Ojalá nunca lo hubiera hecho.

Cuando vi la siniestra y rizada neblina blanca que surgía del cubo, comprendí que algo iba mal. Comprendí que habíamos jugado con energías que escapaban a nuestro control. Comprendí la insignificancia del ser humano en el universo. Comprendí que los demonios existen, y no son tal y cómo la Iglesia los presenta. Comprendí muchas cosas, pero era demasiado tarde.

La neblina cobró forma y la siguió una maleable columna de negra y fétida iridiscencia de pesadilla que rezumaba en el centro de la caverna. Era algo horrendo e indescriptible, mayor que un vagón de metro. Una congestión informe de burbujas protoplasmáticas, vagamente luminiscentes y con millares de ojos temporales formándose y deshaciéndose como pústulas de luz verdosa por toda la masa, que avanzaba a pasos de carga serpenteando por el reluciente suelo sembrado de cadáveres. Entonces oímos el arcano grito burlón que decía “¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!”

La criatura se movió mucho antes de que pudiéramos reaccionar. Aparecieron un par de torpes, pero raudos tentáculos que golpearon a Tachenko con una fuerza irresistible. El ruso quedó inmóvil en el suelo, sangrando profusamente.

Otro de los tentáculos me golpeó a mí, con tan mala suerte que lo hizo en la cabeza, y por poco no me hizo perder el conocimiento. Noté como algo se fracturaba en mi interior y mi visión se volvió borrosa.

Desde mi pobre perspectiva, apenas pude ver a Jefferson huyendo y a Yvonne lanzando un barreno hacia el monstruoso ser. Dios guió su mano de mujer y el barreno alcanzó de lleno a la masa burbujeante. La criatura rugió dolorida y comenzó a desaparecer en la niebla en la que había aparecido.

Cuando lo hizo, quedó el resplandeciente cubo en el suelo. Reflejando en su superficie nuestra repugnante mirada. Achaco mi impresión al dolor del momento y al golpe que me llevé en la cabeza, pero durante un instante me pareció que el cubo sonreía, satisfecho.

El resto de los acontecimientos ocurrieron demasiado rápido, y el constante dolor que sentía en mi cabeza no me permitió vivirlos con lucidez. Creo que Doc llegó a alcanzar a Tony y volvieron para atendernos. El italiano logró estabilizar a Tachenko pese a la gravedad de sus heridas y le evitó la muerte. Doc se acercó a mí, sumamente nervioso, e hizo lo propio. Mi vida estaba en sus manos y pese a la presión, logró salvarme la vida. Supongo que a partir de ahora debo verlo con otros ojos. En cuanto al cubo…supongo que alguien lo recogió, por mi parte estaba demasiado repugnado como para mirarlo siquiera.

Hecho esto, nos sacaron de allí, llamaron a una ambulancia y nos llevaron al hospital. 

Esta vez nos habíamos salvado, aunque había faltad poco, muy poco. 


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