"Ahora ven y recibe tu castigo"
Era más de medianoche y en la cosmopolita ciudad de Valencia todos los lugareños bien dormían bien trataban de hacerlo. Los más crédulos pensando que atracando puertas y ventanas
mantendrían alejados a los demonios moradores de la noche. Los más
astutos, mal-descansando ojo avizor, incapaces de dormir, vagamente
conocedores del peligro que entrañaban aquellas nebulosas horas. Pues las antiguas
historias, transmitidas de generación en generación, hablaban de vivos que
parecen estar muertos y muertos caminando junto a los vivos.
Ay de los hombres ingenuos. Ay de aquellos que confiaban, gozosos, en la protección y la seguridad de sus moradas.
La ciudad se hallaba envuelta en un lóbrego silencio, únicamente roto por las tenues y a muy buen seguro imaginarias pisadas de los fantasmas que vagaban por calles, callejas y callejones; en forma de densa niebla.
El lastimero aullido de
un perro, amedrentado al ver las figuras etéreas, unido al creciente y lúgubre
viento que comenzaba a silbar entre las piedras de las casas. El sombrío cielo
no permitía aquella noche que ninguna luz iluminara la urbe, por lo que ningún astro nocturno
hizo su aparición. Quizás tan sólo temían a aquella figura que, envuelta
en volubles sombras y vestida con una larga sotana, llamaba a la puerta de la
casa de Mefisto.
Sin embargo, el dueño de
la casa dormía ajeno a los horrores que atemorizarían al más valiente de los
hombres en aquella oscura madrugada. Sus temores se encontraban junto a él, en su
habitación, en el más recóndito escondrijo de su propia mente.
Soñaba Mefisto que se
encontraba en medio de un mar de niebla. El denso vapor cobraba pavorosas
figuras que emitían fantasmagóricos e ininteligibles susurros. De pronto, un
grito hendió la densa atmósfera del ambiente como si de un afilado cuchillo se
tratara y Mefisto se sobresaltó al darse cuenta de que había sido el
propietario de aquella exclamación de terror. La niebla dejó de moverse, las
sombras se licuaron y el susurro incesante de los imaginarios espíritus quedó
en silencio.
Se impuso un silencio sepulcral mucho más aterrador. Y en mitad de todo este silencio
una figura, que al principio parecía ser un grupo de andrajosos harapos, se
movió; desvelando su verdadera su naturaleza.
Se trataba de un anciano, sentado en el suelo con las piernas cruzadas. El hombre vestía los
harapos con los que Mefisto lo había confundido al principio, su espalda estaba
encorvada y sus ciegos ojos eran de un azul impuro.
Mefisto descubrió que era
incapaz de mover su propio cuerpo a voluntad cuando comenzó a avanzar hacia el anciano mendigo.
Al acercarse descubrió con terror que la figura le era conocida. El mendigo se puso de pie y
se giró hacia Mefisto al oír el sonido de sus pasos. Su piel era morena y su
barba negra había encanecido por los años, poco quedaba ya del hombre que una vez había conocido. El invidente clavó su mirada vacía en Mefisto,
sonrió de forma espantosa y extendió sus manos cubiertas de callos hacia él. Se acercó con pasos vacilantes, lenta y agónicamente.
Mefisto quiso gritar y
esconderse, pero no pudo, porque cómo ya se ha dicho él no era dueño de su
propio cuerpo. El mendigo siguió sonriendo con malevolencia, mostrando las mellas
en su dentadura amarillenta.
- MENDIGO: Te vaticiné tu destino, oh Mefisto, horrible es y
horrible será. Eres el portador de la miseria. Desearás nunca haber nacido. Suplicarás tu muerte a gritos. Pues así está escrito. Vas a pagar por la vida que
has llevado hasta ahora.
- MEFISTO: Oh no, ¿qué será de mí y que será de mi pobre alma? Espero que
Dios me acoja en su seno cuando abandone este mundo cruel. El Diablo me manipuló y Dios sabe que yo soy inocente. Que El Padre se apiade de mí.
- MENDIGO: Dejaste morir a una joven enamorada. No mereces vivir,
nunca lo has hecho, no hay más Diablo que tú. El Cielo tiene sus puertas
cerradas para gente de tu calaña. Ahora ven y recibe tu castigo.
Los muertos ojos del
ciego chispearon con malicia cuando alargó una mano podrida y putrefacta hacia
Mefisto. Este apartó la mirada hacia un lado, incapaz de afrontar con valentía
el terrible hado que el mendigo le había vaticinado.
Al desviar la
vista, Mefisto vio su sombra y cómo su oscuro reflejo alargaba el brazo para
tomar la mano del mendigo.
Trató de gritar, pero le
era imposible. El destino que le aguardaba no parecía tener escapatoria.
El ruido de alguien
aporreando a su puerta despertó a Mefisto de su pesadilla. Aquel que lo
reclamaba a aquellas horas de la noche debía estar llamando largo rato a su
puerta, pues la aporreaba con tal fuerza que parecía querer echarla abajo.
Mefisto se miró al espejo
de la habitación con el vivo recuerdo de la pesadilla todavía en su mente. La
imagen del espejo le devolvió a un Mefisto con grandes ojeras, pálido y con unos
horribles temblores. Pasó unos segundos contemplando su propio reflejo cuando
los golpes de alguien llamando a la puerta volvieron a sobresaltarle.
Saliendo de su habitación
agarró el estoque y la pistola, pues alguien que llamaba a estas horas de la
noche y no debía pretender nada bueno. Y así, aún con el recuerdo del mendigo presente, extendió su mano hacia el picaporte y se dispuso a abrir la puerta.
- MEFISTO: La misma Muerte podría venir ahora mismo y no me
sobresaltaría, puesto que cosas más raras pasarán esta noche antes que salga el
sol. Adelante. Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate.
Y así era, pues al otro
lado de la puerta, cubierta por una larga sotana negra y con una larga guadaña
de siniestro aspecto en mano, se encontraba la Muerte.
- MEFISTO: Dios sabe qué me esperaba esta noche, puesto que larga
es y más larga aún se me antoja.
- MUERTE: Llegó la hora, Mefisto. Acompáñame al Infierno o
tomaré yo misma tu alma.
- MEFISTO: Has de perdonar mis modales, mi señora, no trato a menudo con
tan distinguidas damas. Sin embargo, creo que os habéis equivocado de puerta. Verá, mi vecino lleva aquejado cerca de un mes de una espantosa enfermedad. Si a
alguien le debe de haber llegado la hora es a él, no por nada es judío y relojero. Entiendo que todo se trate de un
malentendido y no guardaré rencor, se lo aseguro, por haberme sacado del sueño. Ahora si me
disculpa debo volver al lecho, gracias y os deseo que paséis una apacible madrugada.
Dicho esto, Mefisto cerró
la puerta dejando fuera de su casa a la Muerte. Echó mil y un cerrojos se
apresuró a subir rápidamente por la escalera hacia su alcoba. El hombre llevaba toledana y pistola en mano, a pesar de saber que de bien poco le servirían los hierros contra el
visitante que llamaba a su puerta en la noche más larga del año.
Por supuesto, el prepotente ardid de Mefisto había sido en vano, pues allí, flotando sobre el suelo de su alcoba,
se encontraba de nuevo la Muerte, esperando pacientemente a aquel que le habían
encomendado llevar al infierno.
Sin atisbo de miedo,
Mefisto sonrió a la figura mientras ésta se retiraba la capucha lentamente. Su faz era la de un esquelético cráneo, con pozos insondables por ojos. Ojos que se dirigieron hacia Mefisto, pero la sonrisa de este no atenuó. Se había esperado algo así.
- MEFISTO: Parece, mi dama, que no os dais tan fácilmente por vencida. Por los Santos que os habéis ganado una buena copa de vino. ¿Tinto o blanco? Lo que gustéis.
Dejando las armas a un lado, consciente de que poco le servirían contra tan terrible enemiga, Mefisto cogió hábilmente dos
copas con la diestra y agarró una botella de oscuro líquido con la siniestra.
- MUERTE: Basta ya de sandeces, mortal. Ven conmigo ahora y
acabaremos con esto o sigue tratando de esquivarme y tu muerte será horrible.
- MEFISTO: ¿Debo entender tus palabras pues como una negativa a mi generosa
oferta? Advierto que se trata de un buen vino, quizás nunca hayas probado uno igual. Con su ayuda podremos hacer que el resto de la larga noche que nos espera sea algo más
llevadera para ambos.
Pero la Muerte siguió impasible. Mefisto se encogió de hombros acomodándose en una silla, y sirviéndose una generosa copa de
vino, rojo como la sangre.
- MUERTE: No cejaré hasta que me acompañes al infierno. En vida has sido juzgado y condenado por tus obras y pecados. Si huyes de mí, te
perseguiré y te encontraré, pues nadie escapa de la Muerte.
- MEFISTO: No tengo el menor interés, mi dama, en hacer aquello que pedís. Si accedo a
acompañaros seré penado eternamente a saber en cuán sombrío lugar. Castigado seré y habré de vagar
como alma errante en el inframundo, sufriendo por seguro toda la eternidad. No hay oportunidad alguna para un hombre como yo de absolver mis pecados si decido acompañaros. Cierto es que como buen cristiano me arrepiento de todo mal que he causado, ¿acaso no basta con eso?
La Muerte de nuevo
permaneció impasible mientras su mirada vacía seguía clavada en Mefisto. El
pobre mortal daba su discurso mirando a la nada y a todo a la vez, creyendo que
simple labia y con la fuerza de sus palabras podía convencer a la misma Muerte.
El último intento de un alma desesperada por alcanzar la salvación.
- MEFISTO: Yo amo la vida, pues ha sido benévola conmigo. Buena ha sido la suerte que me ha acompañado y no me gustaría tener que abandonarla mientras soy joven y vigoroso.
Bien sabe Dios que todavía no hay necesidad de ello, pues tengo una propuesta para vos, mi dama. Un
pacto del que ambos podemos salir beneficiados.
- MUERTE: ¿Crees acaso que puedes escaparte esta vez? ¿Hacer un
pacto con la Muerte? Llamas a la desgracia y a la condena con cada palabra que
dices, tu destino está escrito. No soy una ramera que puedas cortejar una noche
cualquiera, Mefisto, necesitarás mucho más que esto para eludir a la Muerte.
- MEFISTO: En ese caso debo proponerte una apuesta. Yo, que todo
lo que quiero lo consigo, presumo de que no hay dama que pueda resistirse a mis
encantos. Por tanto, si vos consiguierais encontrar a una dama que no pueda seducir me
humillaré y aceptaré mi cruel sino. Os acompañaré sin pega ninguna al más terrible de los avernos.
En cambio, si finalmente seduzco a la joven
elegida, habrás de liberar mi alma, y cuando al fin llegue el día
en que mi corazón deje de latir, yo mismo seré quien decida el lugar en el que pasar la
eternidad.
- MUERTE: ¿Por qué habría yo aceptar tal apuesta? Podría acabar
contigo, segar aquí tu vida y llevar tu alma al infierno. No puedes esconderte,
no puedes resistirte, no tienes escapatoria.
- MEFISTO: Tú, mi dama, habrás de ser aquella que decida el plazo con el que
cuento para llevar a cabo mi tarea. Inmersa en vuestra tarea, ni Astarot ni Belcebú buscarán tu pronto retorno. Mientras dure podrás vagar con libertad y sin ataduras, ociosa cuanto gustes en el mundo de los hombres.
- MUERTE: Suena tentador, mortal. Pero tu reputación te precede, sé que pocas serán las mujeres que puedan resistirse a tus encantos. No creas poder engañar a la Muerte.
- MEFISTO: No te preocupes, mi dama. Ya había pensado en eso
también. Sin embargo, si fuerais capaz de encontrar a tal mujer imposible de conquistar quedaría rendido
y humillado. El gran Mefisto deshonrado, bien sabéis que para mí ese es un castigo peor que la
más espantosa de las muertes.
- MUERTE: ¿Quieres que encuentre una mujer a la que no puedas
seducir? ¿Estás retándome mortal? ¿Es tu voluntad firmar un pacto con la Muerte? Esta es una apuesta que ningún humano puede
esperar a ganar. Te arrepentirás eternamente de ello; acompañarme al Infierno
es un fin menos aciago del que te esperará si pierdes.
- MEFISTO: Por supuesto que sí. ¿No es acaso una hazaña digna de canción? ¿Podrán mis encantos vencer al
poder de la Muerte?
Mefisto le tendió la mano
a la Muerte con el mudo recuerdo del sueño pasado aún reciente. Pero esta vez
lo hizo con determinación y confianza, sin un atisbo de miedo.
- MUERTE: Está bien, pero si gano te aseguro de que no habrá lugar
para esconderte del castigo que te espera. Tu destino, mortal, será peor que la muerte.
La Muerte tendió su
esquelética y blanca mano a Mefisto y estrechándolo con fuerza. Y con el trato
mortal sellado, la suerte estaba echada.
Mefisto se desvaneció en
el suelo y al despertarse a la mañana siguiente descubrió con asombro que había
un número en el dorso de su mano. La herida en su mano había sido cauterizada en
el mismo momento de su aparición, pero para su sorpresa, apenas le molestaba.
Los perezosos y tenues
rayos del sol no consiguieron aquella mañana calentar el frío que se había instalado en la
habitación de Mefisto, en su corazón y en su alma.
El mensaje de la Muerte
estaba claro. Tenía 30 días.
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