EL CABALLO DE HOJALATA
Hacía un espléndido día de agosto
en Madrid, el sol brillaba con fuerza sobre el tejado de la lujosa residencia
de estilo inglés del barón Juan Martínez, en pleno barrio de Salamanca.
En su interior, la señora Maruja
sudaba y resoplaba al subir los empinados escalones que conectaban el primer
piso con la planta baja de la aristocrática casa. Sonaba por todo el piso de
arriba, la alegre música de un gramófono.
Ese condenado chisme parecía no
callarse nunca -pensaba la señora Maruja- además ¿qué era esa clase de galimatías
que cantaban esos señores? Su Señoría el barón parecía enamorado de esos
desagradables ingleses y de todo lo que ellos hacían. Tenía unas aficiones
realmente extrañas Don Juan. ¿Por qué no podía escuchar a Raquel Meller, como
todo buen hijo de vecino?
Llevaba Maruja, apretujada contra
su cuerpo una caja de cartón pequeña, mientras que, con la otra mano, envuelta
en un rosario, se apoyaba en la barandilla que facilitaba su ascenso. Paró unos
segundos en el descansillo que había a mitad de la escalera y jadeó, con el
rostro azorado por el esfuerzo.
Una ya se hacía mayor para servir
sola en una casa tan grande. Los años no pasaban en balde y habían endurecido
su oído, por eso casi no había escuchado el ruido de la puerta al ser golpeada.
El cartero había tenido que llamar
con fuerza, porque ella estaba en la cocina y el estridente sonido del chisme
de Su Señoría sonaba por todas partes, camuflando la mayor parte de los ruidos
de la vida cotidiana.
Cuando abrió, esperando encontrar
a Pablo, el cartero habitual, encontró a un mozo nuevo, delgado, con el rostro
chupado y ligeramente encorvado. Tenía un paquete en sus manos, la caja de
cartón para el señor de la casa.
La señora Maruja cogió el paquete.
Era ligero, no como las dádivas que solía recibir el Don, así que echó una
buena ojeada al hombre. Algo extraño debió haber visto en sus ojos que, nada
más despedirse y cerrar la puerta, sintió la necesidad de rezar el rosario que
siempre llevaba bien envuelto en su mano izquierda.
Fue sólo tras el credo, un
padrenuestro y tres avemarías cuando se vio con el valor suficiente de
enfrentarse a la subida por esa escalera del demonio.
Tras un esfuerzo titánico, la
señora Maruja logró llegar al piso superior de la casa y llamó a la puerta del
despacho de Su Señoría Juan Martínez, dueño de esa bonita casa de estilo inglés
y destinatario del paquete de cartón.
Don Juan le indicó con un gesto a
la vieja mujer que dejara el paquete en el suelo. Era un hombre joven,
corpulento pero apuesto, portaba una cuidada barba a la europea y vestía un
elegante traje negro. Se hallaba disfrutando afanosamente una copa de un
Jumilla mientras escuchaba lo último del jazz swing, recién llegado del otro
lado del charco.
Se acercó, con curiosidad, a la
deslucida caja de cartón y vio su nombre en el destinatario. El albarán
indicaba que lo habían enviado desde la ciudad de Alicante, pero el nombre del
remitente no figuraba por ninguna parte.
Haciendo uso de su abrecartas de
enjoyado mango, cortó el cordel y abrió el paquete, revelando en su interior una
nota y un pequeño caballito de hojalata.
Don Juan dejó caer el paquete al
suelo con fuerza, y el caballo de hojalata hizo un ruido metálico al chocar
contra el entarimado de madera escocesa.
No había sido el asombro de
encontrar un juguete dirigido a su nombre lo que le había hecho perder los
nervios. Maldición, él se tenía por un hombre cuerdo. Sino el hecho de que el
caballo tenía algo más que inquietante. Estaba sonriendo.
Con unos dientes blancos como la
cal en una boca anormalmente grande, el espeluznante caballo de hojalata
sonreía. Al lado del mismo había una nota, una muestra del amplio refranero
español: “A caballo regalado no le mires el dentado”.
Desde luego se trataba de una
broma de mal gusto, probablemente un artificio de alguno de sus rivales. Nadie
regalaría un juguete a un hombre adulto, y muchísimo menos uno tan horrible
como ese.
Iba a descubrir quienes eran los
responsables, iba a buscar al que hubiera traído el paquete y …
BUM
Las llamas del fuego lamían con
furia los restos del despacho del barón. Su cadáver, completamente calcinado,
había salido disparado hacia el gramófono, acallando así por fin su música.
La explosión había reventado las
ventanas y desarrajado las puertas. Los cimientos se habían sacudido sin furia
y la antaño bonita casa inglesa crujía, su primer piso expulsando un denso humo
negro que oscurecía el sol estival.
En mitad de todo ese infierno,
sin la nota y sin la caja de cartón, podía verse todavía al caballo de hojalata
que sonreía pese a toda la destrucción que le rodeaba.
Casi podemos decir que en el
interior de sus ojos metálicos había un destello…de inteligencia...
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