Junto a muchos otros niños, Aaron fue
abandonado en una cesta de mimbre a las puertas de un convento. Sólo quedaba un
monje en aquella tierra alejada de la mano de Dios y éste al principio acogió a
todos los niños con agrado. Les alimentó y enseñó a leer y escribir. Fue él quien les bautizó, cogiendo nombres que extraía de los textos bíblicos. Les cuidó
cuanto pudo. Sin embargo, conforme comenzaban a llegar nuevos recién nacidos el
monje tuvo que expulsar a los más mayores, los que habían sido los primeros en llegar. Al fin y al cabo solo era un monje, no
tenía pan y miel para alimentar a tantas bocas.
Al principio medraron por la
ciudad todos los niños juntos, como hermanos, ganándose el pan robando y
mendigando; pero pronto comprendieron que era más fácil sobrevivir en solitario
y tuvieron que separarse.
La ciudad era bulliciosa y para
un pequeño criminal había muchas formas de ganarse la vida, pero Aaron no era
así. No le gustaba tener que vivir a base de hurtos y limosna, por lo que
pronto volvió al pueblo que lo había visto nacer y buscó una forma honrada de
ganarse la vida. Cargar un carromato, llevar recados de un lado a otro,
escribir alguna que otra carta… cosas simples. No tardó mucho tiempo en verse
atraído por el bosque. Aquel que en su tierna infancia había visto como un lugar plagado de
peligros ahora se convertía en un acervo de oportunidades.
Al principio, tan sólo recogía
algunas plantas para venderlas en el pueblo o cazaba algunos peces en el
arroyo. En cuanto pudo comprarse un cuchillo se hizo su propio arco y flechas y aprendió a usarlos por sí mismo. Comenzó a cazar, al principio por su propia
subsistencia, más tarde para vender la carne y piel de sus piezas en el pueblo. Comía mejor que muchos lo que le permitió crecer alto y ágil. Su tiempo libre lo dedicó a entrenar su destreza con el arco.
Aaron era un lobo solitario,
apenas había tenido algo parecido a una familia y la había abandonado por
cuestión de supervivencia. Vivía, cazaba y dormía solo, en el bosque, tan lejos
de la civilización como podía, pero sin cortar del todo los lazos con ella. La
foresta se convirtió en su hogar, uno muy distinto de aquella horrible ciudad donde
había pasado su sus primeros años fuera del convento. Por eso, a la vez que se enamoraba de la naturaleza, aprendió a odiar las minas y factorías de La Roche.
El joven comenzó a hacerse famoso por todo el pueblo, se decía que su destreza con el arco era algo sobrehumano, y ciertamente algo había de sobrehumano en la dirección de las saetas y en el instinto de cazador de Aaron. Su fama le condujo a nuevos trabajos. Esta vez no se le pedía cazar simples animales del bosque, sino auténticas bestias. Arañas gigantes de ojos múltiples, rugientes árboles carnívoros, terribles osos y jabalíes enfurecidos…
Y verdaderamente estos seres de
la era de Rah eran terribles para el más común de los habitantes de Gabriel; pero Aaron
era un cazador nato y para él no suponían un reto. Con la plata que ganó pudo
conseguir las herramientas necesarias para construirse una pequeña choza en las
afueras del bosque, cerca del pueblo. Compró buen acero para sus flechas y
alguna que otra muda de ropa. Comprendió a sus veinte años que la plata te hacía vivir
mejor.
Sabiendo esto comenzó a aceptar
otro tipo de trabajos. Se pagaba buena plata por las bestias, pero el precio de
los hombres era el oro. Y Aaron, cegado por la codicia, se convirtió en cazador
de hombres.
Vendió su arco a distintos amos,
fue mercenario, guardaespaldas y también asesino. Su fama como tirador alcanzó la propia
ciudad y sus postores no dejaron de aumentar.
Fue así como Aaron aceptó un
trabajo de protector de una caravana mercante que partía de La Roche hacía
una ciudad cercana. Y así fue como conoció a su amada.
Judith era la hija del
contratante de Aaron. Una mujer nacida en una próspera familia burguesa de La Roche. Algo en los
rudos modales del cazador atrajo la atención de esta recatada mujer, y es
menester decir que nuestro buen protagonista pasó una agradable noche en el
carruaje de la dama.
Su indulgente padre no pudo negar
a su hija su bendición y terminado el trabajo ambos, Aaron y Judith, se fueron
a Treville donde los casó el monje del convento.
Cuando Judith dio a luz a Isabelle,
Aaron decidió dejar su vida de mercenario. Vendió su cuero tachonado y su
espada corta. Su pasado había acabado por avergonzarle y la familia fue la
excusa que necesitó para huir de él. De todos modos, ya tenía suficiente dinero
como para vivir opíparamente el resto de su vida.
Judith le dio a Aaron dos hijos
más, Pierre y Jean, ambos varones. La tranquila vida de Aaron dio
un vuelco con la llegada de los niños. Isabelle había sido una niña muy buena, pero sus hermanos eran harina de otro costal. Dos bebés rollizos, chillones y hambrientos. El apacible
bosque se llenó de risas y de llantos. Era bueno no estar solo. Aaron todavía
recuerda esos años como los mejores de toda su vida. Especialmente recuerda el
momento en que enseñó a Jean a usar el arco y lo orgulloso que se sintió cuando
acertó por primera vez en el blanco.
Conforme el tiempo pasaba y sus
hijos crecían la vida de Aaron se iba volviendo cada vez más monótona, rutinaria
y aburrida. No es que no disfrutara siendo padre de familia, pero no era a lo
que estaba acostumbrado. Constantemente tenía deberes que le requerían, bien
con su mujer, bien con sus hijos. Cuando sus hijos nacieron se prometió a sí
mismo ser un padre cercano y atento. El sabía lo que era la vida de un huérfano
y no deseaba lo mismo para sus hijos.
No se dio cuenta de que ello iba
en contra de su propia naturaleza. El bosque lo llamaba constantemente, el
deseo de volver a tomar el arco y correr entre los árboles. La emoción de la
caza, el olor del musgo, los nocturnos sonidos de la foresta…lo echaba de
menos.
Isabelle se convirtió en una
hermosa joven de grandes ojos verdes, al igual que su madre, y los alrededores
de la casa de Aaron se llenaron de garrulos pretendientes que éste espantaba
con un par de flechas. Sin embargo, su padre no pudo evitar que conociera a un
muchacho en el pueblo, el apuesto hijo de un próspero mercader. No tardaron
mucho en enamorarse y antes de darse cuenta Aaron ya estaba dándoles su
bendición con lágrimas en los ojos.
Marcharon a vivir a la ciudad, a
la casa de los Argent, la familia de Nathan. Fue duro separarse de su
pequeña, pero todavía más aceptar que se había convertido en una mujer. Aaron
se topó con el problema de que no saber cómo desahogarse, y eso lo entristeció.
Por otro lado, Judith durante muchos años había vivido feliz con su marido y sus hijos, pero con el paso del tiempo su complacencia se tornó en molesta resignación. Ella se había criado en el barrio mercante de La Roche, en el seno de una familia próspera y acomodada. Y ahora vivía en una simple choza en el bosque. Recordaba su vida anterior con melancolía y por ello comenzó a pedir a Aaron dinero para cubrir ciertos gastos. Su plan era decorar y re-decorar el hogar familiar, buscando así un lujo que le hiciera olvidar todo lo que había perdido.
Su marido aceptó de buena gana, lo que fuera para
contentar a su amada esposa. Pero los gustos y caprichos de Judith fueron
tornándose cada vez más caros y el oro que antaño había parecido suficiente, no tardó en agotarse.
Nuevamente Aaron tuvo que descolgar
el arco (no tan a su pesar como debiera) y cazar bestias de nuevo. Seguía pagándose plata
por ellas, pero Aaron ya no era el joven experto que una vez había sido. Seguía
siendo diestro, sí, pero ya no era tan ágil, ni tan vigoroso.
Comenzaba a estar viejo para
la vida de cazador.
Fue en este periodo en el que
trabajó como explorador para los nobles de la ciudad y como guardabosques del
pueblo, ganándose de nuevo su simpatía. Pasaba entonces mucho tiempo en el bosque,
alejado de su casa. Al fin y al cabo, siempre había sido el bosque su auténtico
hogar. El día y la noche pasaban sin que se percatara mientras seguía el rastro
de su presa.
Aprovechó sus idas y venidas a la
ciudad para visitar a su hija, teniendo que esquivar a los guardias que no
permitían que alguien como él visitara aquellos barrios pudientes. Su yerno
había heredado el negocio familiar y realmente le iba muy bien en los negocios.
Isabelle vivía como una princesa de cuento y eso hacía feliz a Aaron.
Judith estaba complacida porque
el dinero volvía a llegar a casa, sus hijos crecían altos y fuertes, y Aaron
volvía a ser libre. Todo era perfecto.
Cuando llegó el invierno y volvió
a Treville tras dos lunas de viaje y descubrió que su casa estaba en ruinas. De
Judith, Pierre y Jean no había ni rastro. Solo una enorme mancha de sangre en
el suelo cubierto de nieve. Al preguntar en el pueblo le dijeron que había sido
un enorme oso negro. No se detuvo a llorar su muerte, apenas pudo hacerlo. No
había rabia ni sed de venganza, sólo el frío del invierno. No sentía nada.
Siguió el rastro de sangre y
llegó a la madriguera de la bestia. Dormía plácidamente, con una flecha clavada
en su pata derecha. Jean había logrado alcanzarle.
El cazador dormido despertó
dentro de Aaron. La punta de sus flechas se impregnó al instante de fuego
mientras que el olor a la sangre de la bestia inundaba sus fosas nasales.
Descargó una ráfaga de llameantes flechas contra la enorme alimaña. Esta
despertó enfurecida y agonizante, y aún tuvo el suficiente tino como para
arañarle con sus zarpas en el rostro, dejando tres profundas cicatrices con
forma de garra y casi arrancándole un ojo.
Ni siquiera entonces Aaron
vaciló. Saltaba, se movía y disparaba tan rápido como sus viejos músculos le
permitían, henchidos ahora de una nueva fuerza instada por la sangre. No se
detuvo hasta que el carcaj se vació a su espalda, mucho después de que el
cadáver de la bestia yaciera inerte sobre su propia madriguera.
Sólo entonces Aaron soltó el arco
y lloró la muerte de su familia. Nada le quedaba ya de ellos. ¿O tal vez sí?
Despellejó allí mismo al animal.
Llevó su piel hasta lo que quedaba de su cabaña, donde la curtió y tachonó
durante varios días hasta que se tornó dura y flexible. Utilizó el cuero para confeccionar una armadura de cuero. Mientras lo hacía escuchaba todavía
los ecos de las risas de Jean y Pierre y la melosa voz de su amada Judith.
Lo había tenido todo, y ahora lo
había perdido. El bosque volvió a quedarse frío y vacío.
Buscó en los restos de su casa y
lo único que encontró fue su pequeño baúl, repleto de monedas de oro. Había sido el dinero lo que lo
había empezado todo. Pensó deshacerse de ellas en el río, pero no fue capaz. El
ya no las necesitaba ahora, pero puede que su hija lo hiciera algún día.
Desde aquel momento, Isabelle
comenzó a odiar a su padre, afirmó que tendría que haber estado allí para
haberlos defendido. Que debería haber muerto allí. Que ahora estaba muerto para
ella. Eso le dijo.
Fue gracias a los vecinos del
pueblo como se enteró de que Isabelle estaba embarazada. Sería abuelo pronto. Quizás
su hija le dejaría acercarse al bebé cuando este naciese. Hasta entonces tendría
que conformarse con frecuentar la ciudad desde las sombras y vigilar desde la
distancia a ella y a su yerno.
Realmente no les va mal.
Seguramente mejor que como les iría con él.
En cuanto a él, bueno, han pasado
ya un puñado de años desde lo que ocurrió. Reconstruyó su cabaña y ahora sólo
caza para alimentarse. Su leyenda y las historias sobre el Cazador que se cuentan en el
pueblo mantienen a salvo Treville y el bosque de extranjeros.
Su vida es más sencilla y humilde
que nunca, pasa la mayor parte del tiempo solo, tocando la flauta y pescando en
el arroyo mientras acaricia su armadura, soñando con la familia que tuvo y
perdió.
Con un vacío interior que nunca
podrá volver a llenar. Con un sentimiento de culpa que se llevará a la
tumba.
Demasiado viejo para vivir una
nueva aventura.
¿O tal vez no?
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